Álvaro Rodríguez, redactor de moiceleste, analiza cómo llega el Real Club Celta al duelo de Balaídos ante el Real Valladolid

El fútbol es un deporte caprichoso que vive lejos de la lógica y se acuesta en brazos del misterio. Por momentos, parece dirigido por las manos de un ser superior que hace y deshace a su antojo, decidiendo el destino de los que en su propio juego participan. Sólo así se explican ciertos sucesos enigmáticos y rebosantes de casualidades que tienen lugar de vez en cuando sobre el verde de un estadio. Ligas que aparecen y desaparecen en el último minuto, clasificaciones para Champions que se convierten en descensos, y descensos que, inevitables y merecidos, se regatean en las postrimerías del curso ante un viejo enemigo que observa los toros desde la barrera, ignorante del sufrimiento que, cosas del destino, le reserva el año siguiente.
El Betis se ha ido a Segunda este fin de semana. Un equipo que ha jugado Europa esta campaña después de un curso brillante hace tan solo doce meses. Recuerdo perfectamente aquel domingo de mayo en el que el Celta visitó el Benito Villamarín.
Lo hacía con el agua al cuello, golpeado tras la derrota en partido adelantado por la final de Copa ante el Atlético de Madrid. El tropiezo que sobrevino lo condenaba a una jornada desde casa esperando a que alguien confirmase su descenso. Mofa en Heliópolis, fruto de una rivalidad artificial fraguada en una vieja eliminatoria de Copa del Rey. Aquel día, asumí el descenso de mi Celta.
Dos semanas después, y tras un milagroso triunfo del Athletic en La Romareda, tocaba visitar Pucela. Vigo llevaba quince días calculadora en mano, sin querer resignarse ante una realidad incuestionable. Salvo carambola, el infierno esperaba. Prohibidas estaban las victorias de Osasuna y Deportivo, necesarios eran los tropiezos de Zaragoza y Mallorca.
Ganar en Valladolid era, antes de nada, el compromiso innegociable para seguir soñando. Y soñar, soñaron los más de mil celtistas que pusieron rumbo a Castilla. Viajaban hacia la tierra del gol mágico de Joan Tomás, conscientes de que el ascenso que había empezado a coger forma aquella noche podía marcharse por el retrete a las primeras de cambio.
En la capital castellana esperaba un viejo ‘enemigo’ con ganas de revancha. Ni el ascenso común había conseguido calmar la rivalidad que el mal perder de Djukic había generado. Muchos pucelanos deseaban el descenso celeste, ironizaban con pactar un 0-0 que descendiese a los vigueses tal y como aquel 0-0 ante el Córdoba retrasó el ascenso de los blanquivioletas. No fue así. El Celta ganó, la carambola se dio y el sueño se prolongó una semana más, un año más. Vigo continuó siendo de Primera tras la victoria ante el Espanyol. Valladolid, sin su particular vendetta, pero con el regusto de una temporada brillante, también.
Caprichos del destino, la situación ha dado un giro de 180 grados. Un año después, son ahora los pucelanos los que visitan a los celestes con la escopeta del descenso apuntando directamente a la sien. Son los vallisoletanos, perjudicados también por la alteración del calendario, los que claman por la relajación local, por la falta de motivación o incluso suplican por un favor celeste que les permita respirar. Desahogados tras el triunfo en Almería, aunque sin todavía la permanencia matemáticamente asegurada, el Celta se siente juez de un descenso que, caprichos del destino, y del fútbol, esquivó de forma milagrosa en casa de su adversario.
Bien es cierto que aquella noche, y pese a su incuestionable tirria a todo lo que huele a celeste, el exdeportivista Djukic puso la alfombra roja al exblanquivioleta Abel Resino. Escasa o nula resistencia planteó su equipo ante un Celta que se jugaba la vida. Lo de mañana no es tan dramático como entonces, pues a los de Juan Ignacio les restan balas y a los de Luis Enrique todavía les falta el disparo definitivo. Por ello, que nadie espere un pasillo.
Poco ha disfrutado el celtismo en Balaídos durante esta campaña. Las victorias desde la distancia son menos victorias y hay ganas de regalar el triunfo decisivo a la afición. Más, pensarán algunos, si supone el penúltimo paso hacia el abismo de un equipo simpático que un serbio sin demasiada educación condenó al odio de muchos. No es mi caso. Mi manía a lo pucelano podría equiparase con mi odio hacia el Arsenal de Sarandí: inexistente. El mal recuerdo lo reservo para Djukic. No obstante, sería absurdo reconocer que algún que otro celtista lo ha extendido también al club. Cosas del fútbol.
En lo que se refiere estrictamente al balompié, el Celta espera con la enfermería vacía. Jugarán los jugones. Rafinha, Álex López y Augusto Fernández han superado las molestias. Está por ver con qué sorprende Luis Enrique. Puede apostar por el esquema ofensivo, con Fontás en el pivote, Aurtenetxe o Íñigo López por detrás, y todo el talento arriba. O bien por el ultraofensivo, con Krohn-Dehli haciendo del catalán y éste en su sitio más habitual. Así es Lucho y así es el Celta. Ganará o perderá, pero a buen seguro que no se guardará nada.
Tampoco Balaídos, donde se esperan los 20.000 de siempre. Quizás alguno más, animado por el buen momento, quizás alguno menos, desalentado por el horario. Espera ansioso ver el triunfo de su equipo. Sabe ya que, tras la victoria del Getafe, las matemáticas no celebrarán la salvación esta jornada. No obstante, es consciente, como así lo garantiza la ciencia más antigua del mundo, que un triunfo esta noche supone el 99’99% del éxito.
No sé a qué se reducirían las posibilidades de salvación del Valladolid de perder mañana a orillas del Atlántico. Probablemente superen a aquel inolvidable cuatro por ciento con el que viajaron mil celtistas a Pucela. Números… El fútbol es tan incomprensible que acostumbra a reírse de las cifras. Hace ya diez años, esos mismos números permitieron un empate a 0-0 entre los dos contendientes que esta noche se enfrentan. Ambos encontraron el calor de Primera tras aquel empate ‘pactado’.
El Real Valladolid lo perdió temporalmente con otro 0-0, esta vez en Balaídos, que Celta y Córdoba entendieron conveniente para sus propios intereses. Un año después, la venganza blanquivioleta por aquella ‘afrenta’ se quedó en Benavente, incapaz de seguir al autobús celeste que se había llevado la salvación y corría presto hacia Vigo para certificarla. Ahora, de nuevo en Vigo, los papeles se han invertido. 180 grados. Quién lo iba a decir. Fútbol es fútbol.
