El Real Valladolid mejora su imagen en Mestalla, pero no le basta para sumar un punto que se escapó en los últimos segundos de manera inmerecida.

Un gol en propia puerta. Una expulsión. Un tanto en el último suspiro, precedido de un flagrante error arbitral. O de un capricho, quién sabe. Solo faltó alguna lesión. O que al Pucela le estallase en las manos alguna traca. De ídem lo ocurrido en Mestalla. Maldito kharma…
No es que lamentarse sea lo mejor. De hecho, ni tan siquiera es bueno. O no suele serlo. Pero en el partido del reencuentro poco más puede hacerse. Porque el Real Valladolid mejoró su imagen ostensiblemente en la visita al Valencia. Pero, claro, cuando uno tiene el aura oscuro, al final termina siendo castigado. Aun cuando, a sabiendas de lo que le puede esperar, muta el semblante por el camino.
No es que los blanquivioletas hayan hecho algo malo. Simplemente llegaron al partido como envueltos en una energía negativa, producida por dedos que señalan, reuniones inoportunas y rumores fuera de temporada. Y cuando uno sale de casa con la cara con la que lo hizo el Pucela, lo normal es que todo le sepa agrio o que los acontecimientos en los que se ve envuelto terminen siendo desagradables.
Los vallisoletanos tardaron en darse cuenta, aunque lo hicieron con dicha. Tanta que pudieron llevarse un punto que habría sabido a gloria, como esos bombones revestidos de oro que anunciaba siempre alguien de la élite. Cayeron en la cuenta de que aquella publicidad no era más que eso y compraron una caja transparente. Y, de repente, cuando volvían a casa, ¡zas!, apareció Jonas para decir que los dulces no son para los amargados.
La cuestión es, ¿merece alguien que aspira a redimirse caer como lo hizo el Real Valladolid? Probablemente no. Porque aunque su expresión durante la semana fuese la de quien muerde el limón más ácido, Miroslav Djukic intentó que el estómago no se contagiase de esa acidez cambiando las entretelas del equipo. Y resulta que los flujos fueron regulares, lo que es un logro, teniendo en cuenta los antecedentes.
Faltó posesión, de manera intencionada, de la misma manera que no hubo demasiada pausa ni paso por el centro del campo, reforzado por la presencia de Jesús Rueda. El pragmatismo que supone convertir a Manucho en centro gravitacional se agudizó y todos los balones se le dirigieron para que la segunda jugada entrase en juego de manera rápida y vertical. Así, lució Larsson, por fin en su posición, como Omar, como siempre, a ratos.
El principal perjudicado por las permutas fue Óscar, perdido en la banda, por momentos, si bien cuando entró en juego por dentro llevó también peligro. No tanto como acostumbra, ciertamente, pero suyo fue el gol del empate, inesperado, recibido cuando el equipo estaba ya con diez, después de la expulsión por doble amonestación de Henrique Sereno pocos minutos después de la reanudación.
Antes, en la primera parte, el juego referido en ataque iba unido a la táctica del caparazón en defensa. Bien replegados, sin conceder demasiado en las proximidades del área, el Pucela se mostró cómodo defendiendo, con Sereno bien en el achique y un Rueda correcto en las ayudas. Aun así, puede decirse que el Valencia llegó mucho, aunque no muy bien. No obstante, pese a las rápidas transiciones rivales, tampoco sufrieron.

Si se adelantaron fue gracias a una jugada fortuita, a un saque de esquina que fue a parar al pie de apoyo de Mikel Balenziaga, que, sin quererlo, hizo que el balón terminase en el palo contrario al que se dirigía Dani Hernández, bien pegado. Con anterioridad, el venezolano había impedido que Canales o Soldado, muy activos, adelantasen a los chés con sendas paradas de mérito.
Al segundo lo secó también después del paso por vestuarios, cuando Rueda perdió un balón que terminó en la pena máxima cometida por Sereno que le llevó a las duchas. Fue, así, quien sostuvo al equipo en sus peores momentos, pese a las críticas y los errores pasados que pusieron su puesto en tela de juicio.
De no haber detenido el penalti el vinotinto -que, dicho sea de paso, se debió repetir por un movimiento antireglamentario suyo-, el Pucela probablemente habría vuelto a morder limones ácidos. Pero, después de la parada, se envalentonó y mejoró gracias a que Lluís Sastre tuvo más tino en la circulación que Jesús Rueda, quien creció al volver a la posición que le ha convertido en un jugador con hechuras de Primera.
Una de las numerosas caídas a banda de Daniel Larsson culminó con un inteligente centro hacia atrás, hacia el centro, hacia la llegada desde segunda línea de Óscar, que constató la mejora blanquivioleta alojando el balón en la escuadra. Y, aunque a partir de entonces apenas volvieron los de Djukic a crear peligro, no importó, porque el caparazón funcionaba incluso a pesar de la inferioridad numérica.
El partido parecía abocado ya al uno a uno, a la obtención de un merecido empate que dibujaría de nuevo una sonrisa, siquiera tímida, en todos aquellos que bramaron durante la semana y en quienes aguantaron las críticas con estoicismo. Pero, decíamos, el aura, pese a los tonos más claros adquiridos durante los noventa minutos, seguía siendo más bien oscuro. O así lo entendió el kharma, justicieron del alma.
Cuando incluso quien escribe había empezado ya su crónica, cuyo titular iba a ser “un punto de oro”, Hernández Hernández señaló un saque de banda en el costado izquierdo que Balenziaga rechazó ejecutar. Pero no el Valladolid, pues era Óscar quien iba a poner el balón en juego. Pero, como remoloneó, el colegiado canario tomó una decisión propia de un partido de patio de colegio: por tardar, que saque el rival. Y sacó. Y jugó la bola. Y Jonas marcó para devolver a Djukic y los suyos a Pucela con un palmo de narices. Maldito kharma…

