Relato finalista del II Concurso Literario Blanquivioletras, obra de Elios Mendieta (Jaén)
No era el mejor año en la vida de Raúl. No conseguía aprobar asignaturas en las que, otrora, había tenido una facilidad inusitada. Además, el equipo de su ciudad, el Real Valladolid, no le daba todas las alegrías que quisiera. El ascenso directo a Primera División se escapaba, y él asemejaba la irregularidad de su equipo a su propia trayectoria como estudiante durante ese curso. Para él, el libro de Física y Química era tan impenetrable como cualquiera de los porteros de los equipos rivales, y estudiar Geografía era tan aburrido como un empate a cero en el campo de Los Pajaritos. Las únicas Matemáticas que le gustaban eran las que le llevaban a intentar averiguar cuántos puntos separaban al equipo de su alma del ascenso directo. Para eso no necesitaba ni calculadora.
Siempre iba al campo de fútbol de Zorrilla con su padre, pues ambos eran socios. Pero Raúl adquirió una mala costumbre, la cual, quizá, le servía para desfogarse de su bajo rendimiento académico durante la semana. Siempre que no ganaba el Real Valladolid, o cuando lo hacía mal, pitaba los jugadores, independientemente del esfuerzo que hicieran. Parecía pagar los platos rotos con el equipo de sus amores. Su padre le afeaba el gesto, pero no parecía minar en la conciencia de Raúl.
Con todo este clima enrarecido, sus padres pensaron que el viaje de fin de curso podría ayudar a Raúl a centrarse. Una especie de premio inmerecido, pues su curso estaba siendo mediocre, pero creyeron que sería una forma de espolearlo de cara a los exámenes finales de junio. El destino era la Sierra de Cazorla, Segura y Las Villas, un pulmón natural en la provincia de Jaén, del que muchos de sus compañeros, ni él mismo, habían oído hablar. Pese al interminable trayecto en autobús que separa a ambas localizaciones, el viaje fue terapéutico para Raúl. No paró de reír con sus compañeros e, incluso, Remedios, la chica que siempre le había gustado, parecía más simpática que de costumbre. Pero algo dejó perplejo a todos los alumnos y profesores presentes en el autobús a la entrada al pueblo de Cazorla. Hasta el autobusero, que había recorrido media España con su vehículo, parecía atónito. Una bandera enorme del Real Valladolid yacía colgada de un largo mástil en un torreón del municipio jiennense. Bajo la bandera, en letras grandes, se podía leer Instituto de Enseñanza Secundaria Castillo de la Yedra de Cazorla. De la sorpresa inicial, Raúl pasó al desconcierto, y de este, a la inquietud. Quería saber porqué el trozo de tela más largo que creía haber visto en su vida presidía el centro educativo de un pueblo del que creía tan alejado de su Pucela natal.
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No se creía lo que estaba pasando. Para él era una sensación indescriptible, como la que solo te concede el insospechado sabor del primer beso. Pese a haberlo visto tantas veces por televisión, el Santiago Bernabéu parecía aún más grande en directo. Era la primera vez que Jaime iba a ver a su equipo, el Real Madrid, en directo. En realidad, era la primera vez que salía de Cazorla. Aunque en su familia no sobraba el dinero, su padre decidió tirar la casa por la ventana y hacer realidad el deseo de su hijo. Tuvo que romper la hucha familiar, pero entre lo recaudado y lo acumulado con la última paga extraordinaria, le daría para el viaje de ida y vuelta, la noche en el hotel y la entrada doble. A él no le gustaba mucho el fútbol. Se sentía saturado de tanto reportaje balompédico en la televisión e, incluso, no entendía cómo aficiones de equipos distintos podían llegar a pelearse. Aunque, tenía claro que por ver feliz a su hijo una visita futbolística a la capital merecería la pena.
A Jaime le brillaban los ojos como si de dos esmeraldas se tratasen. No había empezado el encuentro y la emoción le embargaba. Hizo a su padre que le tomara una fotografía con los jugadores calentando al fondo. Nada podía ir mal. Además, pensó que el Real Valladolid, rival de su equipo esa tarde, no iba a ponerles en aprietos. Cuando el árbitro dio el pitido inicial, se sintió en el centro del universo. El primer gol de su equipo fue una fiesta. Incluso, se llegó a abrazar a dos desconocidos que estaban sentados en la fila trasera. Lo mismo ocurrió con el segundo tanto. Incluso, se alegró con el tercero. Nadie se podía imaginar que el partido fuese a resultarle tan fácil a su equipo.
No obstante, con el paso de los minutos algo cambió en el interior de Jaime. Conforme el Real Madrid anotaba más goles, su ilusión decrecía. Sentía rabia al ver cómo todo un estadio vitoreaba a once jugadores, mientras que otros once sufrían y corrían detrás la pelota, sin ton ni son, como cuando dos abusones le quitaban a él su pelota en el parque. Y así hasta siete tanto. Eso no lo veía justo. El pitido final fue un punto de inflexión para Jaime. Empezó a germinar en él, como un decidido tallo que escapa bajo la tierra, una especie de simpatía por ese equipo que había sido vapuleado. Decidió hacerse hincha del Real Valladolid, algo que no iba a ser fácil para un chaval nacido en un pueblo de Jaén, tan alejado de la capital de Castilla y León.
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“Vivar Dorado”, “violeta” o “vallisoletano” eran, tan solo, varios de los nombres que algunos de los compañeros de Jaime le decían cuando se presentaba a clase con su impoluta y reluciente camiseta del Real Valladolid. La cuidaba más que a él mismo. Y no era para menos. Había pasado más de un año ahorrando el euro dominical que, cada siete días, le daba su abuelo Marcelino. Quería comprarse una camiseta y una bufanda de su nuevo equipo. Reunida la cuantía, habló con su primo informático para la que la pidiera por internet.
A él, lejos de molestarle estos presuntos motes, le encantaban. Había tomado como tradición, ganase o perdiera su equipo ese fin de semana, llevar puesta la camiseta del equipo pucelano cada lunes. Y es que, Jaime era un chico decidido y muy carismático. Consiguió aficionar a sus amigos al Real Valladolid. Hasta diversos profesores esperaban la llegada de lunes para comentar con el pequeño Jaime la suerte que le había deparado al Real Valladolid en su último partido. En especial, le encantaban las charlas con Don Cristóbal, un profesor de Literatura que era amigo de su abuelo. Era maravilloso escucharles hablar, cualquiera diría que no podían pasar por periodistas en cualquier programa de tertulia futbolística.
Un regalo del todo inesperado sorprendió a Jaime.
¿Te quieres venir al Camp Nou? Si el Real Valladolid gana, el equipo se salva y no baja a Segunda.
El joven no se acababa de creer lo que había escuchado. Era su abuelo Marcelino, que había sido invitado por Don Cristóbal, que celebraría, de este modo, su jubilación y su retiro de la enseñanza junto a su amigo de toda la vida y a uno de sus mejores alumnos.
El viaje a la capital condal fue de lo más confortable. Don Cristóbal ejercía de chófer, y aprovechaba cualquier pueblo que dejaban al margen para contarles anécdotas literarias a sus acompañantes. Jaime asentía con una fingida sonrisa, pero no estaba muy al tanto de lo que le decía su maestro. Tenía los cinco sentidos puestos en el Camp Nou. Al Real Valladolid solo le servían los tres puntos para salvarse, y se los iba a jugar en plena cueva del lobo. Se decía que no soportaría un descenso a Segunda.
Pero, lo cierto, es que la salvación parecía una quimera. El FC Barcelona ganaba la Liga en caso de victoria y, desde el principio, el Real Valladolid no fue rival para el equipo de Pep Guardiola. El trío emprendió la vuelta en coche a Cazorla muy alicaído. Sobre todo Jaime, que no estaba contento con el planteamiento de partido que Javi Clemente, entrenador de su equipo, había preparado.
Marcelino sufría más por su nieto que por el fútbol, y Don Cristóbal pensaba en la forma de poder animar a sus dos acompañantes. Algo pareció animar al joven.
El año que viene prometo llevarte, a ti y a tu abuelo, al partido del ascenso del Real Valladolid.
Pero a Jaime no le dio tiempo a alegrarse. El modesto coche de su profesor chocó frontalmente con un voluminoso camión, que era conducido de forma vertiginosa e imprudente por un conductor que, posteriormente, se supo que iba ebrio. Se había metido en dirección contraria. Don Cristóbal no pudo reaccionar. Los tres acompañantes fallecieron en el accidente.
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No podían creerse cómo habían podido perder de vista a un joven en un pueblo tan pequeño como Cazorla. Aunque no fuese el mejor estudiante, su comportamiento era ejemplar en clase. Raúl no les cogía el teléfono.
Pasaron dos angustiosas horas para los profesores del centro educativo vallisoletano, hasta que Raúl dio señales de vida. Fue el mismo quien, sollozando, llamó a su profesor. Estaba en el instituto que, días antes, toda la comitiva estudiantil vio desde el autobús al entrar en Cazorla. Acababa de descubrir por qué una bandera gigante del Real Valladolid colgaba de lo alto del torreón del centro. Allí le contaron la historia. No podía parar de llorar.
Raúl sigue siendo socio del Real Valladolid, tanto en Primera como en Segunda División. Nunca más ha vuelto a pitar a los jugadores de su equipo, y siempre tiene presente la historia de Don Cristóbal, Marcelino y el joven Jaime, que los que se acuerda, de forma instintiva, con cada gol de su equipo.
