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La esperanza al otro lado de lo que era el poblado

por Jesús Domínguez
9 de diciembre de 2015
Foto: Rosa M. Martín

Foto: Rosa M. Martín

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Demetrio Nieto relata la lucha del Don Bosco, entidad que preside, por un futuro mejor en un contexto a menudo desfavorecido; una lucha que, contra los estigmas hace aflorar, vestido de azul, lo mejor del barrio de Pajarillos

 

Es inenarrable el brillo de unos ojos claros cuando se entornan ligeramente por la sonrisa que produce un hijo. En ocasiones, muchas, el lenguaje no verbal dice más que las palabras. Una mirada se aleja, busca en la lontananza al pequeño para referirse a él. Automáticamente el subconsciente obliga a los músculos de la cara a esbozar una sonrisa. No importa el pasado. El futuro, ya presente, es la razón. El suyo, el del hijo. Que fue lo que obligó, más que el propio, a dejar todo atrás. No cabe sentir desarraigo si es la esperanza lo que provocó el cambio. De una vida mejor. De una vida acaso, por duro que parezca. Qué bonita la sonrisa del padre. Qué bonita la esperanza. Qué bonita la vida, parece decir, henchido al pensar y decir “él ya es de aquí”. Hijo del campo.

 

Foto: Rosa M. Martín
Foto: Rosa M. Martín

Son muchos los estigmas que arrastra aún a día de hoy el Don Bosco. Ubicado pared con pared junto a lo que era antaño el Poblado de la Esperanza, lleva decenas de años de lucha. Enclavado en un entorno áspero, es lo contrario. El Don Bosco, para quien de verdad lo vive, para quien lo palpa, es la caricia materna. La tenacidad y la perseverancia para quien asoma curioso y replica “¿por qué?” con la inocencia de un niño que sabe que algo tiene ese azul que le hace distinto, pero desconoce el qué.

Difícilmente haya nadie mejor que Demetrio Nieto, presidente del club, para explicarlo. Rezuma sensibilidad, a pesar de que su voz grave podría indicar rectitud; una distinta a la suya. Porque, a decir verdad, debió ser recto para inculcar a quienes pasaban por sus manos que las drogas no era el camino.

Y lo es aún cuando le toca explicar que todos somos iguales, con independencia de raza, sexo o condición. Para muestra un botón: son varias las chicas que capitanean sus equipos. Nacionalidades, hasta catorce. Entre tantos, muchos chicos de etnia gitana. Y, desde hace bien poco, dos niños refugiados, a los que se intenta mantener ajenos a lo que quizá han vivido y, seguro, han vivido sus padres.

Uno, ucraniano. El otro, sirio. Ambos llegados de la mano de Accem. “Daniel [Luque, coordinador en Castilla y León de la ONG] sabía a dónde venía”, explica Nieto. Cuenta que están solamente entrenando debido “a los problemas federativos que existen para poder hacerles la ficha” [ya explicados AQUÍ]; “a estos y a todos los demás”, apostilla.

Es la filosofía del club integrar. “Y más en este caso; siendo refugiados, requieren mucho más apoyo, incluso”, considera el presidente, que reconoce que, además de “participar entrenando”, realizarán “otro tipo de actividades en la Casa Aleste”, a la que está vinculada la entidad azulona desde hace más de treinta años.

El trato con ellos no es diferente, en cualquier caso. “Todos mis entrenadores saben que la inserción social es fundamental; que los niños se lo pasen bomba. El fútbol tiene que servir para integrar. Hay que potenciar el cariño, el que los demás se sientan iguales a cada niño, de tú a tú, y a la vez, que se sientan especiales. Es parte intrínseca de nuestro club”.

La acogida, en todo caso, es buena, ya que “bastante tienen estos chicos con haber venido de sus países”. Así, a día de hoy, el Club Deportivo Don Bosco está reconocido como un ente con arraigo y vinculación en el barrio de Pajarillos y por su manera de “intentar mejorar el servicio de los chavales a través del fútbol”. “Da igual de dónde sean, si son payos, gitanos, españoles o de otro lugar. Buscamos un equilibrio y una convivencia”, dice tajante Nieto.

 

Foto: Rosa M. Martín
Foto: Rosa M. Martín

Los duros inicios

Pero, decíamos, los inicios no fueron fáciles. Creado el club en 1977, pronto tuvo que afrontar una problemática importante con el mal llamado Poblado de la Esperanza. Anexo al campo, cada día pasaban por allí en torno a un mil personas para coger su dosis diaria en uno de los mercados de la droga más grandes de España. Daba igual que hubiera cordones policiales rodeando el campo. Los adictos cruzaban, pasaban por cualquier recoveco. De ahí la mala fama.

En el anecdotario del fútbol base de la provincia existe una vivencia que Demetrio Nieto, en el Bosco desde 1982, relata: “Una hora antes de que empezara a jugarse tenía que recoger alguna que otra jeringuilla e ir levantando a drogodependientes. No solían tirarlas ahí, eran personas, solo que estaban pringados. Era muy difícil conseguir que todos los clubes vinieran, por miedo. Pero es que el miedo es libre”.

Se vanagloria de que, en sus instalaciones, no ha habido robos. “Los robos los había, pero en el centro o en otros barrios. Aquí venían con lo robado de otras zonas de la ciudad para adquirir”. Y explica que ese miedo al que hacía referencia hacía que la gente dejara los coches alejados y que, durante los encuentros, miraran más hacia donde habían aparcado que al campo.

Hoy entre risas, porque la situación ha mejorado ostensiblemente, cuenta cómo una vez a uno de los camellos se le cayó “una bolsa de color blanco con polvos” que él y otros dos técnicos que estaban marcando con yeso las líneas del campo no sabían qué era. “Sabiendo que la policía estaba a cincuenta metros, por miedo a que encima nos culparan a nosotros, hicimos el punto de penalti con aquella coca. Fue el penalti más caro del mundo”.

Con los cuatro conjuntos que tenía la entidad compitiendo empezaron a combatir la coyuntura educando en valores deportivos. Y así, veían como sus chicos devolvían la implicación y el cariño no pasando al otro lado de la verja. “Para evitar a la policía, un día podías ver atravesar el campo una señorita de buen ver y pensar ‘qué mona es’. A los dos meses, ellos mismos veían que la heroína había hecho mella en ella y que aquella chica tan guapa ya no lo era tanto”.

Entre tantos y tantos jugadores que han pasado en todos estos años por las filas del Don Bosco, hay uno al que Nieto nombra con especial cariño. “En la temporada 1985/86 fuimos campeones de Valladolid. En aquel equipo estaba Benjamín Zarandona. Años después ha reconocido públicamente que donde él se formó como persona y adoptó valores deportivos fue en nuestros campos”.

Entrenador por entonces, el hoy presidente descendió de manera consecutiva a dos equipos, un infantil y un cadete. “No ganamos ni un partido. Pero venían los dieciocho a entrenar y nos lo pasábamos pipa. Así empezamos a trabajar”. Hasta hoy, que el puñado de entrenadores se ha convertido en sesenta y los cuatro equipos en veinticuatro.

 

Un empeño que no ceja

Foto: Rosa M. Martín
Foto: Rosa M. Martín

Por suerte, todo aquello ha cambiado. Ahora la problemática es otra: el azote de la crisis, todavía patente, y las desigualdades. Como se ha dicho, el verde, entonces arena, ve pasar a multitud de chicos –y chicas, no nos olvidemos– de toda clase y condición. “Aquellos chicos fomentaban el deporte. Estábamos pared con pared, pero no se pasaban al otro lado. Hoy son padres cuyos hijos están en el club. Aquel acicate hoy es un orgullo”, dice Nieto.

La filosofía sigue –y seguirá– huyendo del ganar por encima de todo. Lo importante es la participación, y así, aunque como a todos les gusta ganar, los entrenadores están obligados a hacer jugar a todos sus jugadores. “Nos da igual si no ganamos. Nuestra propuesta educativa es esa; que primen valores de la educación como la igualdad o la tolerancia. Ellos [los entrenadores] también creen que así debe ser”.

El barrio, en la actualidad, sigue estando conformado principalmente por gente trabajadora, de clase social media-baja. Aquellos que van al Don Bosco entienden cuál es la labor que se lleva a cabo, y en muchos casos las comparten. “Hay niños que económicamente son más pudientes en sus casas y, cuando las botas se les quedan pequeñas, no las tiran y se compran otras, las compran pero traen las demás”.

Así, otros niños más desfavorecidos dan esta temporada un segundo uso a unos cincuenta pares. Pero no solo. También sucede con ropa que a los niños se les ha quedado pequeña. La solidaridad es total… y se refleja en el campo y las oficinas. “Nuestra cuota es de 120€ y 60€ para los niños de las escuelas, una cuota muy baja. Hay gente que viene porque sus economías son muy pobres. A esa gente le estamos ayudando también”.

“Pagan aquellos que pueden”, expone Nieto, que cuenta un caso tan duro como real. “Un padre tenía dos hijos en el club. No había pagado las cuotas y un día me acerqué a decírselo. Esa misma semana, iba caminando por la calle Cigüeña y escuché que alguien me llamaba. Era él. Estaba en un contenedor, rebuscando. Me contó que cobraba 1.200€, que se quedó en el paro con una pensión de 800, que se le había acabado y tenía la ayuda de los 426, tenía una hipoteca de 500€, más los gastos y dar de comer a sus hijos. Es tristísimo, pero cosas así ocurren. Nosotros tratamos de ayudar en aquello que podemos”.

 

El niño siempre será el principal protagonista

Accem - BVVolviendo a los protagonistas, a los niños, cabe destacar que, en el Don Bosco, siempre lo serán. Cada uno recibe una mimo y un cariño especiales y recibe unos valores a través del fútbol que le ha de acompañar siempre. Es por ello que, cada vez que “cualquier exaltado” cae en una excesiva protesta o en el insulto fácil, “ahí está Nieto para recordarle que esto es el Bosco”.

A todo lo anterior hay que sumar que, cuando acaba la liga, todos los niños reciben un trofeo con su nombre en una macrofiesta que incluye una paellada para todos. Por no hablar, claro, del Trofeo de la Hamburguesa, de carácter no competitivo y que recibe este nombre porque cada niño, propio o ‘ajeno’, recibe un agasajo y es invitado a una hamburguesa y un refresco.

Todo para mostrar la vinculación del club con sus gentes y con su entorno. Para demostrar que la esperanza sigue vigente al otro lado de lo que era el poblado. Que Pajarillos lucha, que el Don Bosco es paladín, y la Casa Aleste, la bandera.

 

No hacen falta las botas de Messi o Cristiano. Basta con rememorar la favela, el potrero, quizá, un campo de tierra. Con soñar con ser ellos, sea cual sea la procedencia del que acaricia la bola. Algo tiene el fútbol, y es que nos hace iguales. Desde Fuerte Apache hasta una plaza de Kiev; desde Sudáfrica hasta Berlín, también en Asia o en un colegio de Alabama. El grito de “Goooool”, y la alegría que encierra, es el mismo, lo profiera quien lo profiera. Aunque unos pocos se lo quieran robar, aunque ya no haya chaquetas ni piedras en forma de arco en la calle, ni un “fue alta” si el portero no llega, el fútbol es idioma universal. Y universalmente, y más a los niños, encanta; hace soñar. Que otro mundo es posible.

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