
Me escribe un whatsapp mi buen amigo Álvaro Pérez para regresarme a la realidad, en medio del verano vacacional y sin reloj en el que vivo. “Iñaki, necesito que me devuelvas las camisetas, las bufandas y las banderas del Pucela que te dejé para ambientar el encuentro con viejas glorias del equipo en la Semana Cultural. Esta noche empieza la liga”.
Me cuesta asimilar el mensaje. Estamos a mediados de agosto. Pensaría que mi amigo está de broma, si no supiera que Álvaro es un chico muy serio. Aún así me pregunto cómo va a comenzar tan pronto la competición oficial, si medio Valladolid está en la playa.
En realidad, Álvaro me ha sacado de la siesta. Me desperezo poco a poco, porque mi cabeza es lenta como un motor diesel, y le respondo a la gallega, tratando de que mi contestación no incorpore el bostezo soñoliento que emito mientras pulso el teclado del móvil, “¿contra quién jugáis?”.
Y lo de jugáis, en este caso, no es gratuito ni equivocado. Álvaro, su hermano Víctor, que se hizo famoso en el último ascenso a Primera luciendo en numerosos medios de comunicación visuales y escritos su sonrisa contagiosa y su larga y rizada melena tan negra como el carbón, y su sobrino David, son –desde Pozal de Gallinas– parte de ese jugador número 12 que transmite fuerzas, ánimo y apoyo a los jugadores desde la grada, son ese pulmón ilusionado e infatigable que aporta aire cuando a los futbolistas les falta hasta el resuello sobre el césped de Zorrilla.
“Contra el Barça B”, me aclara.
A estas alturas, y antes de continuar, me parece pertinente recordar a mis lectores de la temporada pasada –y aclarar a los que me lean hoy por primera vez– que hace más de quince años que no veo un partido del Pucela en el estadio, y que de fútbol poseo menos conocimientos, incluso, que de física cuántica o de arameo o de ornitología con pedigrí, por lo que siempre escribo de oídas; y –para más inri– mi pluma y mi dudoso criterio ni siquiera han iniciado su particular pretemporada. Aún así, me atrevo a replicarle osadamente: “Lo tenéis chupado, es un recién ascendido, un equipo de chavales bisoños a los que les va a costar mucho adaptarse a la categoría”. “No te creas”, me replica Álvaro, que es la cordura, la reflexión y el buen juicio vestidos de hombre elegante, “estos chicos llevan mucho tiempo jugando juntos, se saben los planteamientos de su entrenador de memoria, son corretones, tienen hambre de gloria, y encima han fichado a un mediocentro muy bueno del Numancia, y al Choco Lozano, que es un delantero muy peligroso”. Y así concluye su explicación, vaticinando que le da mucho miedo el partido.
Poco a poco voy espabilando. Ato cabos. Parece que la liga anterior terminó ayer. Que el infructuoso gol de Juan Villar frente al Cádiz entró en la portería hace unas horas. Y sin embargo ha pasado una epidemia de calor, los bañistas se cuecen a fuego lento en las piscinas y el Choco Lozano, al que yo había trasladado erróneamente en mi álbum de cromos del Tenerife al Getafe, y no sé qué medio organizador de apellido compuesto y vasco han fichado por ese Barça B al que la Cultural Leonesa arrolló, como si fueran Atila y sus hunos, hace poco más de un mes en la fase de ascenso a la división de plata. La Masía ya no es lo que era si incorpora delanteros y centrocampistas casi consagrados en otros equipos, pienso, y también que el Valladolid recio, contundente, ordenado, presionante y con carácter que –según la prensa– Luis César ha forjado durante la pretemporada con su mano férrea, no tendrá muchos problemas para zamparse de un bocado a un equipo plagado de juveniles imberbes.
Le llevo las camisetas, las bufandas y las banderas a Álvaro. Se las dejo a su cuñado, porque él ha salido a hacer un recado. Y me olvido de él, del paquete entregado y del partido de fútbol.
Está bien entrada la madrugada cuando llego a casa. Vuelvo de fiesta del sábado noche. Pongo la tele por inercia, en silencio, para no molestar a los vecinos. Casualmente están echando los reportajes de Segunda. Abro y cierro los ojos, incrédulo. Hay unos niños, a los que el portero pediría el carné para entrar en una discoteca, que visten la casaca azulgrana y están bailando al once de Sampedro. Y el que lleva la batuta de la orquesta luce el nombre de Ruiz de Galarreta en la espalda, y el Choco Lozano y luego otro delantero dejan a los centrales y las estrategias blanquivioletas en evidencia, y –para colmo– el gol del honor y la esperanza local lo marca Iban Salvador, que ni siquiera puede hacer honor a su apellido.
Y en ese instante me acuerdo otra vez de Álvaro, y de su atinada y fatídica profecía, que se ha cumplido hasta el más mínimo detalle.
Fisgo en Internet la crónica del partido. Veo la alineación del equipo y no salgo de mi asombro. Y entonces me pregunto para qué sirven las pretemporadas, si cuando llega la hora de la verdad juegan los que menos te esperas, claman las carencias de la plantilla, y el planteamiento y el espíritu general (sobre todo en la primera parte) se parecen muy poco a lo que –según me cuentan los que saben de esto– los discípulos de Sampedro esbozaron durante los partidos de preparación.
Pero esto no ha hecho nada más que comenzar. Aún no es momento de pensar en sufrimientos y dramas. Confiemos en que el Pucela nos dé mucho juego este curso. Y Luis César es un entrenador que se merece un tiempo de confianza y mi respeto, aunque solo sea por lo que demostró en el Lugo, porque jugó de portero, como un servidor, y porque lee libros escritos por personas que me parecen inteligentes. Por esas razones, y por otras que se me irán ocurriendo cuando desaparezcan las agujetas mentales de mi propia pretemporada narrativa, quiero pensar que con las incorporaciones de Villalibre, Olivas, y quizás otro delantero con olfato de gol certificado, el Pucela será un trasatlántico de lujo que simplemente ha zarpado de puerto una jornada tarde para iniciar su nueva travesía hacia el ascenso.
Si no, siempre podremos agarrarnos a ese proverbio consolador y bastante prosaico que asegura que los gitanos no quieren hijos con buenos principios.