Ignacio García, escritor, hace un repaso a los hitos de la historia del Pucela… al mismo tiempo que lamenta haberse ausentado de sus celebraciones

Rafa me mira.
En su rostro se dibuja una mueca extraña, provocada posiblemente por la alegría que le cuesta contener y la rabia que le causa que me haya vuelto a perder la euforia de un ascenso en Zorrilla.
Pero ese es mi sino.
Por unas razones o por otras, nunca he podido celebrar una alegría clamorosa del Pucela en su estadio. Ni lejos de él.
Y mira que esta vez estaba avisado desde hace tiempo de que se iba a producir.
Rafa y yo aprendimos a darle patadas a un balón antes que a enlazar las letras que con una argamasa invisible se convertían en palabras. Nuestra amistad surgió en esos años infantiles de los que difícilmente uno conserva una memoria global. Esos años escolares de partidos organizados sobre la marcha en las calles sin asfaltar, con las carteras y los abrigos haciendo de porterías improvisadas, o de marianetes alrededor de la trasera de una cochera que yo trataba de defender heroicamente, aun a riesgo de destrozarme los codos o las rodillas.
La nuestra fue, desde sus orígenes, una amistad sin fisuras. Yo siempre manifesté una afición inquebrantable a cubrir el puesto de guardameta. Aquello de llevar el número uno en la espalda, vestir diferente a los demás y poder coger el balón con las manos molaba, me hacía sentir especial. Rafa, por el contrario, demostró enseguida un olfato de gol que, de haber abonado, podría haberle convertido en el sucesor de Rusky o del Polilla Da Silva o de Goyo Fonseca, o de tantos arietes letales que con el tiempo lucirían la camiseta blanquivioleta. Sin embargo, su solidaridad resultó tan conmovedora que esa capacidad innata, que le hacía dominar el juego aéreo y rematar de cabeza con la pericia de un Santillana en ciernes, la empleó en convertirse en un líbero casi infranqueable, al estilo del incombustible Mario Jacquet o de su relevo en la zaga vallisoletana, el hondureño Gilberto Yearwood. Si juego cerca de ti, podré protegerte y evitar que te metan goles, me decía, para convencerme, con voz de niño y razones de hombre.
Y así crecimos, inseparables, sin atender ofertas individuales que nos llegaron para irnos a jugar a otros equipos; y sin perdernos los últimos estertores del viejo Zorrilla, que supusieron nuestros primeros contactos con el fútbol de cierta categoría. Unos contactos casi delictivos, ya que cada domingo teníamos que hacer auténticas filigranas para colarnos en el vetusto y oxidado estadio por huecos imposibles o trepar, como si fuéramos arriesgados cuadrumanos, por los postes del alumbrado que iluminaban el estadio las crudas tardes de invierno en las que la niebla procedente del vecino Pisuerga solía aliarse con frecuencia con la oscuridad para crear penumbras casi impenetrables.
Así conocimos el Valladolid de Pachín, donde jugaban históricos como Manolo Llácer, Sánchez Vallés, Antonio Santos, Rusky, Moré, Gail, Minguela o Jorge, y junto a ellos una hornada de jóvenes promesas como Estella, Botella y Serrat, que habían llegado cedidos por el FC Barcelona, o un Poli Rincón merengue y barbilampiño, que no intuía que algún día sería uno de los goleadores estelares ante la selección de Malta, ni que destacaría, cuando colgase la botas, jugando al póker o comentando partidos de fútbol desde los micrófonos de una emisora de radio.
Así nos llevamos nuestra primera desilusión deportiva de envergadura; porque, según proclamaba ese apóstol de la información deportiva que para nosotros era entonces Javier Ares en Radio Valladolid, aquel equipo que llegó a ser semifinalista de la Copa del Rey, tras sacarle las vergüenzas y los colores a equipos históricos de Primera como el RCD Español, iba embalado hacia un ascenso que finalmente se perdió entre las nebulosas penumbras del río vecino.
Por eso no empezamos con demasiadas esperanzas la temporada siguiente, la 79/80, en la que se mantuvo la base del ejercicio anterior y se fichó como entrenador a Eusebio Ríos, y a la delantera llegaron los Ramírez, Pepe y Andrés, que pasaría años después a la triste historia del balompié por ocupar, durante su secuestro, el lugar del difunto Quini en la delantera del Barça.
Por aquel entonces el nuevo estadio era más que un proyecto que iba a albergar algunos partidos del Mundial 82, y la ciudad de Valladolid se merecía un equipo a la altura de tan magna edificación. Pero Rafa y yo no las teníamos todas con nosotros. El equipo que dirigía en los despachos (y desde su zapatería de la Bajada de la Libertad) Gonzalo Alonso, caminaba con pulso firme por la categoría de plata, codeándose con el Murcia y el Osasuna en la carrera por el ascenso. Pero no queríamos hacernos ilusiones, y que volvieran a desplomarse a última hora, como había ocurrido el curso anterior. Como me desplomé yo cuando el equipo verificó su ascenso y tuve que escucharlo por la radio, aquejado de unas paperas de lo más inoportunas.
Tenía entonces quince años, y aquel ascenso que solo pude festejar votando en la cama, me dolió más que si me hubieran metido un gol como el que hace unos días le marcó Cristiano a De Gea, en el debut de las selecciones ibéricas en el Mundial.
Ni siquiera la inauguración del nuevo estadio, con el gol de Jorge y la victoria sobre el Athletic de Bilbao de Clemente, ni los éxitos posteriores del Pucela en la década de los 80, con clasificaciones para competiciones europeas incluidas, me compensaron de aquella deserción clínica. Una deserción que repetí el 30 de junio de 1984, cuando el Pucela le ganó la final de la Copa de la Liga al Atlético de Madrid de Luis Aragonés, con tres goles en la prórroga de Votava en propia puerta y de Minguela y Paco Fortes, que habían entrado en la segunda parte del partido para renovar los bríos del equipo de Fernando Redondo, donde brillaba con luz propia la pareja de delanteros que formaban Pato Yáñez y Polilla Da Silva.
Aquel día no me dolían las paperas. Me dolía el corazón. Estaba enfermo de uno de esos amores adolescentes tan duraderos como un polo de fresa clavado en la arena de la playa de Las Moreras en pleno mes de agosto. Una muchacha de ojos embaucadores me había robado la razón y el sentido común. Y, por mucho que Rafa insistió, me perdí el partido, la celebración y a la mujer de mis sueños, que me dejó poco tiempo después, cuando me rompí los ligamentos de la mano derecha atajando un balón sin peligro que truncó mi carrera, y me cambió por un opositor a policía nacional, no sé si porque le ponían los uniformes o porque pensaba que el fútbol era un deporte demasiado expuesto para compartirlo con un novio que en lo sucesivo no pasaría de jugar ligas de peñas.
Vendrían luego otros zarandeos en esa montaña rusa que es el fútbol. Otros descensos y nuevos ascensos en los despachos o sobre el césped. Rafa hizo un viaje en tren hasta Palamós digno de Marco Polo o de Phileas Fogg, para corear el ascenso en 1993 de aquel equipo que empezó entrenando Boronat, templó José Luis Saso, y saltó la banca con el pasmoso Felipe Mesones al frente; esa plantilla donde había jugadores impresionantes, de la talla del portero Ángel Lozano (César Sánchez todavía calentaba banquillo) o de jugadores como Walter Lozano, Caminero, Najdoski, Rachimov, Amavisca, el doctor Alberto López Moreno o el escurridizo Onésimo Sánchez. Y junto a ellos el cañonero Iván Rocha Lima, que a base de misiles tierra aire consiguió el ascenso pucelano y un jugoso traspaso particular que le vestiría a la temporada siguiente de colchonero.
Rafa sigue mirándome. El bar de Tudela donde hemos quedado está lleno de gente vestida con camisetas blancas y moradas, que sigue jaleando a Mata, Borja y compañía, y cantando y votando como si esta noche se hubieran acabado todas las penas del mundo. Mira que te lo avisé cuando fichamos a Sergio González, pero tú ni caso, me echa en cara, tenías que venirte, precisamente hoy, a presentar un libro de relatos que hablan de coches a una Feria del Libro comarcal.
Y la verdad es que mi amigo tiene todo el derecho en reprocharme mi calendario de actividades culturales; y debería haberle hecho caso en su momento, ya que posee una capacidad peculiar que le hace ver cosas, acertar resultados deportivos, predecir embarazos o vaticinar muertes.
Pero no lo hice. Como no peregriné en 2007 a las Islas Afortunadas, porque no estaba al alcance de mi bolsillo seguir a Tenerife a la apisonadora de Mendilíbar. Ni asistí en 2012, por culpa de una boda (que, para más inri, no era la mía), al choque contra el Alcorcón que permitió al equipo de Djukic retornar al grupo de los elegidos del fútbol español; una boda –por cierto– que resultó bastante esperpéntica, porque durante su transcurso la mayoría de los asistentes a la ceremonia teníamos el pinganillo en el oído, y estábamos más pendientes de que el equipo alfarero deshiciera el empate ascensor que de que la novia diera el “sí quiero” delante del altar.
No sé si Rafa habrá intuido –como atinó hace un par de años, cuando adivinó que Portugal iba a ganar la Eurocopa, o hace unas semanas, cuando me dijo que la final de la fase de ascenso la iban a jugar sorianos y vallisoletanos, y que iba a ser un paseo triunfal para los jugadores de Sergio, porque a los numantinos les faltaba Viriato– quién va a ganar el Mundial que acaba de empezar. Por apostar unas perras, más que nada. Y ojalá que no divise próximos cataclismos en el horizonte blanquivioleta, ahora que, pese a habérmelo perdido una vez más, estoy feliz por el logro, inimaginable hace unos meses, que han conseguido las huestes blanquimoradas.
Eso sí, si a corto, medio o (esperemos) largo plazo, Rafa prevé otra breve etapa en el purgatorio y un nuevo regreso a la división de los grandes, que me avise cuanto antes para anotarlo en mi agenda.
Porque ese alirón sí que no me lo pierdo.