La vida, como el fútbol, consta de diferentes fases. No es prensil, y aunque hagas planes, no siempre salen bien, ni aunque creas encontrarte en tu mejor momento. Cuando pareces tenerlo todo dispuesto para hacer gol, a veces sucede algo, causa del desgobierno, que te coge a pie cambiado, con la defensa un tanto desordenada, y encajas, sin saber muy bien por qué. Y por más que te lo preguntes lo recibes como si te lo hubieras marcado en propia o como si no fueran, el fútbol y la vida, caos. Como si todo aquello que veías funcionar no hubiera servido para nada, te planteas cambios, y a veces los llegas a aplicar, aunque no siempre hay remedio natural ni ciencia exacta. Hay ocasiones en las que simplemente pasa que tiene que pasar, que para poder saborear una victoria, debes tragar –sí, a duras penas– los rayos de lo que se asemeja a una derrota. «A veces se gana y otras se aprende», solemos oír de boca de los principales actores, y tú piensas que y una mierda, que a mí de qué me va a servir perder, que perder es, por su propia definición, un concepto negativo, rechazado, que te mina confianza y moral. Porque la vida, en el fondo, es resultado y todos los queremos buenos; todos nos queremos buenos, y a poder ser, incluso los mejores. Estás en lo cierto cuando proclamas a los cielos (aunque sea en voz baja) que tú no estás hecho para perder, que te cansa no bastar, ser insuficiente, que quieres que tu grito sea el «goooooooool» más celebrado del mundo, tan sagrado que las iglesias lo envidien y para sí lo quieran otros. Como el delantero cansado de no chillar, bajas algunas veces la cabeza, y maldices, y te preguntas «qué me pasa». Tranquilo, de la misma forma que el fútbol ofrece una revancha cada domingo, la vida siempre ofrece otro partido.