Fue, para muchos, el mejor entrenador de siempre en el Real Valladolid, y su recuerdo es, por tanto, imborrable en la memoria de niños, adultos y ancianos blanquivioletas, que vivieron sus victorias o crecieron con sus historias
Quiero pensar que lo sabía. Que tenía muy presente el cariño de la ciudad de Valladolid, de su gente y, sobre todo, de la afición de su Pucela. Hubo gestas para entender que hoy se diga que Vicente Cantatore es el mejor entrenador de la historia del Real Valladolid. Es lo bueno que tiene la historia, que es difícil borrarla. Los días lo intentan, no obstante. El pasar del tiempo a veces pretende que se borren los nombres y los actos. Los amores, las amistades, los aprendizajes… Esas razones por las que, a menudo, merece la pena que miremos atrás. Y, en su caso, los últimos años se lo pusieron difícil. Pero ya estamos nosotros para recordarlo.
Don Vicente Cantatore Socci nació en Rosario, Argentina. Hay pocas ciudades mejores para nacer y amar el fútbol. La literatura y el balón bailan tango al ritmo de esa ciudad bella y terrible a la vez. El fútbol le regaló más que un deporte al que dedicarse. Empezó dando patadas en el humilde Talleres de Belgrano, pero pronto pasó a formar como profesional en San Lorenzo, Tigre o Talleres de Córdoba, hasta que a comienzos de los sesenta su otra nación, Chile, llamó a su puerta. En Rangers de Talca jugó varias temporadas haciéndose un hueco en el once y en el corazón de los talquinos. Colgaría las botas en Chile, tras pasar por Santiago Wanderers y Deportes Concepción, en 1973. Tenía 38 años.
Colgó las botas, pero el fútbol no lo dejó nunca. Lo seguiría jugando desde la banda, primero en Concepción, como asistente de Guillermo Báez, pero el gusanillo le picó lo suficiente como para probar suerte en solitario. En el 76, aún en Chile, coge el banquillo del Lota Schwager, un paso poco esperado por ser uno de los grandes rivales de Deportes Concepción, que le sirvió de trampolín para seguir en Audax y Cobreloa, antes de ser elegido para dirigir al combinado chileno en un solo partido en 1984, paso previo a poder firmar con la que sería una de las ciudades de su vida.
Tres años después de arribar a las orillas del Pisuerga, con un sexto puesto abriría por vez primera las puertas de Europa al Real Valladolid. Ya en los noventa volvería para salvar al equipo del descenso y a auparlo a la gloria de la UEFA solo un año después, a lomos de los inolvidables Peternac, Víctor, César o Torres Gómez.
Su carisma era único. Transmitía una pasión veraz y valiosa a sus jugadores. Ese gen rosarino lo envolvía en todo lo que hacía y despertaba en sus equipos la necesidad de competir por sí mismos, por sus colores y, seguro, por esa capacidad para motivar que hacía querer ganar porque era lo que quería Cantatore.
Siguió pasando por otros banquillos en España, como el del Sevilla, el Tenerife, Betis o el Sporting, pero viajando también a otros destinos, como Argentina (Rosario Central), Chile (Colo-Colo) o Portugal (Sporting de Portugal).
Se retiró en Gijón. Qué cosas. Pero jamás dejará de ser el entrenador que más veces se sentó en el banquillo del estadio José Zorrilla. Ese en el que las gradas se veían color cemento. Ese en el que las barandillas aún eran amarillas. Ese del Pucela que amábamos con guantes y bufanda. Cuando aún había foso. Cuando era, de verdad, el estadio de la pulmonía. Ese era el Pucela de Don Vicente. El de todos. El que recordamos y sonreímos. Como él, seguro, haría al recordar sus días en la banda, en ese Real Valladolid que no olvidará. El suyo. Ese que jamás olvidará a Vicente Cantatore.
Descanse en paz, míster.
 
			