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La lágrima y el gol

por Jesús Domínguez
11 de diciembre de 2012
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En lo alto de la Torre de Hércules aún se oye un murmullo. No viene del mar, viene de Riazor. “Bebeto eres Dios, Bebeto eres Dios”.

 

BebetoCuenta la leyenda -o quizá lo soñó quien lo escribe- que al retirarse se quiso dedicar al boxeo, mas si uno busca en la Internet, encontrará la nada. Si de verdad fue así, y no fruto de una perturbada imaginación, cuesta entender el motivo, más allá de la posible intención de ver su rostro madurar.

Otra posibilidad es que quisiera seguir vagando entre lo exótico, si es que alguna vez aquel anhelo fue real. Porque reales fueron sus pasos por Japón y por Arabia en las postrimerías de su carrera. Y, al final, los mandobles que uno da y recibe sobre el cuadrilátero no distan mucho de los verbales de la política, su actual ocupación. Tampoco le pega, valga la redundancia, simplemente por de motivo de su apodo.

Cuentan, y esto sí que es cien por cien real, que cuando era un menino y levantaba apenas un par de palmos, ya le daba a la bola. Y cuando le daba y la cosa no resultaba -para su equipo, él era de los buenos-, lloraba.

El paso del tiempo, inexorable, dejó la infancia atrás, pero no aquella unión forjada a base de lágrimas y goles. Se hizo hombre, pero nunca dejó de ser un niño. Ni siquiera cuando simuló acunar a su tercer hijo tras hacer un gol en Estados Unidos, poco antes de convertirse en campeón del mundo.

José Roberto Gama de Oliveira fue siempre Bebeto, aquel bebe chorão que formó con Romário una de las mejores delanteras que se recuerdan en un Mundial, o por lo menos el que por físico menos intimidaba y, sin embargo, mejores resultados obtuvo. O Baixinho, tipo bajo y regordete; él, espigado, desgarbado, con pinta de ir a romperse al más mínimo roce.

Pero no. No se rompió. O, bueno, sí. Algo sí rompió. Todos los registros previos a su llegada al Deportivo de La Coruña, a donde arribó casi por sorpresa, pues era él una gran estrella y o Depor un equipo sin pasada gloria. No la necesitó, no obstante. Ni para que acudiese a la llamada el bahiano ni para que lo hiciese Mauro Silva, otro de los mejores jugadores de la época.

Visto con perspectiva, su paso por A Coruña suena a un romanticismo más bien materialista, ése que años antes había engañado a un buen puñado de féminas hasta considerar a Richard Gere, un ricachón al que le gustaba irse de putas, el galán perfecto. Pero romanticismo, al fin y al cabo. Porque igual que Edward sacó a Vivian de la calle y la convirtió en una señorita, Bebeto ayudó a que el Deportivo saliese de la mediocridad y fuese menos zafio.

                            

 

Bebeto1A pesar de los más de cien goles que anotó como blanquiazul, fuera de las Rías Altas, la memoria selectiva ha hecho que perviva en la mente de muchos como el referente al que le temblaron las canillas a la hora de ganar una Liga. Versiones hay para todos los gustos. Unos dicen que fue Miroslav Djukic quien tiró ya entonces de galones. Otros, que él se hizo el despistado. Sea como fuere, lo cierto es que, como cuando era crío, Bebeto volvió a llorar por el sinsabor de la derrota.

Por entonces llevaba 45 en 71 ligueros como deportivista, que podrían haber sido 47 de no ser por las dos penas máximas marradas que, dicen, le quitaron la confianza ante tal suerte en las postrimerías de la campaña, uno año después de ser el máximo goleador de la Liga española.

Antes, en Brasil, había logrado lo mismo enfundado en la camiseta de Vasco de Gama, club en el que se convirtió en el mejor jugador de Sudamérica y donde a torcida le quiso casi tanto como la de Riazor. El amor, cabe destacar, fue recíproco desde el primer gol, celebrado con y marcado para la grada. Como los que luego vendrían.

Después del ‘no penalti’ llegaron otros 41 en Liga, con los que sumó un total de 118 en 137 partidos oficiales. Todos por y para la grada, decíamos, y alguno de ellos incluso con sello propio de los Riazor Blues, con quien la comunión fue tal que a la postre le dedicaron un mural en su fondo como homenaje y agradecimiento.

De esa ingente cantidad de tantos, en un tiempo en el que hacer veinte en un año era todo un logro, logró cinco ante el Albacete Balompié, el uno de octubre de 1995, una gesta que recientemente ha repetido Radamel Falcao. Los cuatro últimos en apenas siete minutos. El primero, una preciosa volea; el último, de magnífica definición. Y los otros tres, suyos; oportunistas.

Bebeto, no obstante, era más que eso. Como Romário, basaba su fútbol en la velocidad y el regate. Corría más que muchos de sus rivales, pero no solo en rapidez, sino también en el número de pasos que daba. No era precisamente paticorto, pero lo parecía. Y también torpe, pero no lo era, pues su técnica era exquisita. Y de cabeza no iba mal. Que era un delantero completito, vaya.

Pero, por encima de ese repóker histórico, de los títulos y de su estilo de juego, lo que aún pervive en la memoria deportivista es la manera en que se ganó a la ciudad. Todo lo anterior tuvo que ver, claro, pero un ídolo no lo es completo si no es de la afición; si además de ser gol no es lágrima. Y él lo era como ninguno fue después. Ni siquiera Mackaay. Es por ello que, en lo alto de la Torre de Hércules, aún se oye un murmullo. No viene del mar, viene de Riazor. “Bebeto eres Dios, Bebeto eres Dios”.

                           

 

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