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Granujas a todo ritmo

por Jesús Moreno
28 de febrero de 2013
Líneas de cal

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Sabina, Eric Clapton, Jimi Hendrix, The Blues Brothers, mucho Real Valladolid y, ante el Rayo, muy bueno. Ése es el resumen -uno de tantos que se podrían hacer de la última columna de Jesús Moreno.

 

Foto: cinepatas.com
Foto: cinepatas.com

El Real Valladolid acudía el domingo a uno de esos estadios que nos reconcilian con el fútbol en estado puro. El que juegan los chavales marcando con dos jerséis las porterías, el del equipo del barrio que a pesar de hacerse mayor nunca pierde la morriña de sus orígenes, el sentimiento de pertenencia, el saber de dónde viene y quién es su gente.

Un equipo labrado en lo más profundo de las clases más obreras, desvergonzado y canalla que diría Joaquín Sabina, ‘rock and rollero’, desconfiado de la ópera ya se cante en el Teatro Real o en el Santiago Bernabéu.

Tengo claro que los pilares del campo de Vallecas están forjados por cemento y hormigón mezclados con la voz de James Hetfield, la guitarra de Eric Clapton y las baquetas del fallecido Keith Moon. Un estadio que debería haber sido pensado más para dar conciertos que para disputar partidos de fútbol, pues su espíritu así parece quererlo y cuya ubicación sugiere todo un punteo de la guitarra de Rosendo como nexo de unión entre lo urbanita y lo castizo.

Que un domingo por la mañana, dedicado tradicionalmente para santificar las fiestas, suene ‘Fiesta Pagana’ no puede ser interpretado sino como una declaración de intenciones de lo que uno se puede encontrar en ese campo. Un rival burlón y atrevido. Bucanero valiente, siempre dispuesto para el abordaje, de los que –como el pueblo galo- no temen nada que no sea que el cielo le caiga sobre su propia cabeza.

Allí reunió el Real Valladolid a su banda que -como la de los Blues Brothers en ‘Granujas a todo ritmo’- estaba dispuesta a recuperar viejas sensaciones, a sonar como hacía tiempo que no ocurría. Rítmico, conjuntado, armonioso y bello por momentos, el Pucela tocó pieza a pieza los temas que le habían llevado al triunfo, con Manucho percusionando sobre su pecho los balones que le llovían, Larsson corriendo la banda de arriba abajo como Jerry Lee Lewis recorría las teclas de su piano de derecha a izquierda cuando tocaba ‘Great Balls of Fire’ y Alberto Bueno haciendo sonar un blues, como si fuera B. B. King, en cada balón que acariciaba.

Una orquesta afinada en la que todos interpretaron su partitura a la perfección y que no debería cometer la injusticia de destacar a nadie sobre el resto, pero en la que no me resisto a mencionar –y discúlpenme- a la flaca figura de Dani Hernández, muchacho al que estaría dispuesto a adoptar como a un hijo por la sensación de soledad y desamparo al que se ve muchas veces sometido por un sector de la grada y de la prensa pesar de sus actuaciones que, a día de hoy, empiezan a valer puntos.

Es el arquero ‘vinotinto’ el ejemplo perfecto de que en España más que en otro rincón del mundo, sigue existiendo a la hora de expresar opiniones la ciclotimia, el espíritu de la contradicción, el vicio de no reconocer los méritos y no criticar a los amigos. Las crecientes actuaciones de Dani deberían suponer un cambio en la percepción como guardameta si no fuera por ese esnobismo del eternamente crítico y descontento que impide hacer justicia y coloca la palabra ‘pero’ en boca de todo aquel que quiera resaltar una actuación brillante del portero.

Corría el minuto 92, como los recitales con los últimos bises, el partido se moría cuando Dani Hernández emergió desde los infiernos como Angus Young antes de agitar los primeros acordes de ‘Highway to Hell’, y en una fantástica estirada sacar un remate a bocajarro y romper de manera violenta las ilusiones de los vallecanos de sumar un punto igual que Jimi Hendrix rompía su guitarra cada vez que concluía un concierto.

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