Jesús Moreno habla de algo tan español como hablar, a estas alturas de la temporada, de compra de partidos y sobornos.
Los finales de temporada en nuestra liga de fútbol son una bonita metáfora, un fiel reflejo de lo que viene siendo este país, un muerto viviente que hace bandera de una ‘Marca España’ que, alejada de un buen puñado de deportistas honorables que tratan de hacer relucir el orgullo patrio, se enfanga con escándalos y corruptelas en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Todos. Por insignificante que pudieran parecer.
Aquel currículum vitae encargado a Fofito aparece ahora como el recuerdo de Alicia en su país de maravillas como lo que pudo ser y no fue, mientras los ciudadanos amanecen cada día más depresivos y cabizbajos y sin que nadie renuncie a la ley del mínimo esfuerzo, por sucia y putrefacta que sea esa ley, con tal de enriquecerse aun a costa de meter la mano en la caja común de todos los ciudadanos.
Una manera de ser tan nuestra, tan genéticamente asentada a nuestra manera de ser, que miramos con desconfianza pero con cierta simpatía al que ingenuamente trata de conseguir sus logros con el único límite que el que le impone su propio esfuerzo.
Por eso no sorprende que cada año por estas fechas el mundo del fútbol hable tan alegremente de sobornos y compras de partidos con la misma naturalidad como el que habla del tiempo revuelto en esta época cuando coincide en el ascensor con un vecino. Que todo el mundo tenga por seguro que las primas, como las meigas, nadie las ve pero haberlas haylas.
Las primas a terceros como una manera de asegurar el objetivo bajo aquella ley del mínimo esfuerzo que comentaba antes, sin que exista la necesidad de cumplir la meta máxima del deporte que no es otra que demostrar que se es mejor que el rival.
Y mientras, el equipo primado prostituyendo el esfuerzo para el que ya está debidamente retribuido por el club que le paga y entrando en un mercadeo por el cual, de la misma forma que podría recibir un dinero por realizar un esfuerzo extra que le permita ganar a su rival, ese mismo rival podría pagar el doble, simplemente, porque pusiera tanto empeño por ganar –o tan poco- como si la prima ofrecida por ganar no existiera, poniendo precio al orgullo y al honor igual que Robert Redford se lo ponía a la dignidad de un matrimonio en “Una proposición indecente”.
Una situación que equipara la competición con la de los juzgados de la Nueva York de las grandes familias donde la gente acudía a que la justicia la impartiera Don Corleone cuando descubrían que el acusado entraba por una puerta y salía por la otra, todo ello con un punto de Robert de Niro sobornando al jurado en ‘Los Intocables de Elliot Ness’.
Una alteración en la competición de la que al Real Valladolid le conviene huir por la vergüenza torera que supone llegar a la orilla –y permítanme la licencia- a puro huevo, como describía Pérez-Reverte a los Tercios que cruzaban las heladas aguas de los ríos de Flandes en mangas de camisa, ganando al rival que se pone delante y sin ayuda de nadie. Y porque si algo nos ha enseñado nuestra historia es que en ese río revuelto y pestilente que recorre las cloacas de la liga pescan todos menos el Pucela hasta el punto de que estoy seguro de que podría darse la paradoja tal que de no cerrar nuestra permanencia antes, este año se salvasen todos menos el Real Valladolid.
