Juan Ignacio Martínez ordena más que manda. Técnico de perfil más bajo que sus antecesores, asegura la empatía con sus jugadores, algo que acercará a la permanencia.
Existen no pocos artículos sobre Pep Guardiola y José Mourinho hablando de liderazgo; alguno, incluso, firmado por quien escribe estas líneas. Vienen a decir todos ellos que el técnico portugués domina su vestuario sin que le tiemble el pulso, con mano de hierro; que opera como un mandamás personalista, como los presidentes en los sistemas de gobierno latinoamericanos o estadounidense. No ocurre así con el catalán, que además de mear colonia siembra buen rollo allá donde va, aun cuando tiene también un fuerte carácter; y todo gracias a que se proyecta alejado del “conmigo o contra mí” del luso, como si de verdad le importara lo que opinan otros de él.
En honor a la verdad, parece que así es, porque de no ser así seguramente no habría llamado a su antagonista “puto amo” ni habría pedido a Rosell y sus acólitos de los valors tan falsos como el nueve que le dejen en paz de una puñetera vez. Pero, en fin, que esto no es un artículo sobre la antigua bicefalia que amenaza con reeditar su dominio en Europa. Aquí hemos venido a hablar de Juan Ignacio Martínez, aunque por aquello de que todavía se le cita ahora, casi doscientas palabras después, no lo parezca.
Guardiola -me van a perdonar que vuelva a hablar de él-, aunque no quiera, por su carisma, fagocita al cuerpo técnico. Es el Espartaco del país pequeñito de ahí arriba, aunque coleccione títulos, y no estandartes de Roma. Por su forma de ser, por más que quiera, se le ve más a él que a quienes lo rodean, se llamen Crixo, Enomao, Gannicus o Manel Estiarte. Lo que le diferencia, efectivamente, del nuevo entrenador del Real Valladolid.
Va a ser ahora el director técnico quien me perdone, pero Juan Ignacio parece un pobre hombre. Un Xan, que decimos los gallegos. Un tipo que parece que no manda, que cede motu proprio los pantalones a su señora. Pero nada más lejos. Como escribió un buen día un genio cuya compañía frecuentaba un servidor, cuando todos ven al suelo creyendo que está muerto, quien de verdad lo conoce mira sonriente al cielo, sabedor de que desde allí maneja los hilos.
No por haber fallecido, obvia decir, sino porque ahí radica su plan. En parecer uno más, o incluso uno menos, y lograr, en cambio, que su ideario termine germinando en sus subordinados de manera natural. No da voces, no se ha quedado calvo pese a Ballesteros y Navarro ni fala portugués, pero, por norma, triunfa; a su manera, como si no quisiera -que quiere-, como de usted.
De apariencia tímida y apocada, no es muy amigo de la prensa, lo que le ha granjeado y le granjeará críticas, mofas y birras. En el pasado fue acusado de ser un títere, a veces del director deportivo y otras de su segundo. Y en Valladolid no sería de extrañar que sucediera de nuevo, habida cuenta de que se mueve entre los que le rodean como primus inter pares y de que a Marcos gruñe menos.
No era el almirante un déspota. Gustaba su transparencia y sus salidas de tono hacían torcer el morro más con una contagiosa socarronería que en señal de desaprobación. Tampoco es que haya que darle caña por cómo trataba a la cantera, cuando daba la sensación de que contaba con ella (aunque luego no). No es que por decir algo bueno de JIM haya que decirlo malo de Djuka. Es que el alicantino es distinto. Más dócil. Y no por ello menos.
Si en este portal nos declaramos soldados de Djukic fue porque el serbio se lo ganó. Eran otros tiempos, no muy lejanos, pero diferentes. En los que la economía de guerra apremiaba, para ascender y mantenerse. Hoy seguimos siendo pobres, también sujetos de la permanencia, garantía de supervivencia del club; pero parece llover menos. Y si llueve menos -casi escampa, de hecho-, podemos cerrar el paraguas y salir a pasear en el coche nuevo de nuestro tío favorito, ese que, al contrario que papá, no riñe; que entra en nuestra habitación y nos invita a razonar entre susurros.
Eso hace Juan Ignacio. Razona y ordena, pero no manda. Inteligente, quizá por sus orígenes, es humilde; y ahí radica la clave de su éxito. Su perfil es bajo, lo que no impide que le vayan bien las cosas. No tiene por qué hacerlo, vaya. ¿Por qué no va a vencer quien convence? Él lo hace, de un modo que no se recuerda en sus antecesores. Y así se ha ganado a la plantilla, dicho sea de paso.
Entre sus iguales ejerce de primus inter pares, valga la rebuznancia. Porque así son para él sus asistentes, idénticos, no ya entre ellos, sino a él. Cada uno maneja una parcela, que él ve, pero no pisa. Mánager general, el alicantino se encarga primordialmente de las relaciones personales. No grita ni enciende a las masas, pero engancha; al menos a los suyos. Y que ellos empaticen, aunque afición y prensa lo hagan menos, es garantía, sino de gloria, sí de cercanía. Ahora solo falta que la pelotita entre.
