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por Jesús Domínguez
2 de febrero de 2014
en Noticias
Javi Guerra

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El Real Valladolid empata ante el Getafe en el Coliseum Alfonso Pérez, pero deja, de nuevo, una buena sensación que bien pudo merecer tres puntos

 

Javi Guerra
Javi Guerra

Acuñó ‘El Zapatones’ la ya manida consecución “ganar, ganar, ganar y volver a ganar”, parte, hoy día, del ideario general español. Obligado a impregnar de un afán competitivo a sus jugadores, de gran calidad, Luis Aragonés –que Dios lo tenga en la gloria– no quiso entender de términos medios; he ahí buena parte de su leyenda. Aunque, a veces, uno debe entender como una victoria un empate, sea por el motivo que fuere.

El Real Valladolid compitió de nuevo en buena lid, ante un Getafe pobre, ausente, al que, por nombres, sobra lucidez, y sin embargo, en muchas ocasiones, falta brillantez. Pudo, así, encadenar su segundo triunfo consecutivo por primera vez en la temporada, lo cual no es moco de pavo si tiene uno en cuenta el tiempo que ha transcurrido desde que esta ha comenzado.

Quizá, seguramente, lo mereció por cómo transcurrió, sino la primera hora larga de partido, sí al menos el primer periodo, en el que dispuso de varias ocasiones para ponerse por delante, que si bien no fueron meridianas, sí dieron buena cuenta de que, en efecto, el Pucela ha vuelto y va a poner todo lo que esté en sus botas para lograr la salvación.

En honor a la verdad, al igual que contra el Villarreal, no hubo un juego preciosista, pero sí efectista, salvo por una cuestión: esta vez faltó el gol. Lo tuvo Guerra, lo tuvo Rossi y lo tuvo principalmente Rueda, hacedor del tanto que valió tres puntos la pasada semana, pero ninguno fue capaz de batir a Moyá. Y, por qué no decirlo, se echó en falta un punto de magia; de improvisación.

Desacertado Larsson, deslucido Víctor Pérez y desdichado Omar, Javi Guerra se puso Gales por montera y fue el mejor atacante sobre el césped. Estuvo bien secundado por Rukavina, muy participativo, y por un Fausto Rossi al que se le ve cada vez más cómodo, y cada vez más cuando juega con otros dos jugadores interiores, que le permiten aparecer en tres cuartos del campo rival con peligro.

Al italiano, empero, le costó hacerse al partido, como a Pérez y Rubio, debido a la presión que ejerció en los primeros minutos el Getafe. Una vez superada, los de Juan Ignacio amasaron posesión sin excesiva pulcritud, dando sensación de que le faltaba algo, saudade que a falta de Ebert, borrado, y de que Óscar atraviese momentos mejores en el apartado físico, se espera que palíe Jeffrén.

Volviendo al encuentro, el Real Valladolid demostró que, a veces, las ganas de agradar y la alegría pueden estar reñidas. Lo cual, de ser considerado crítica, no ha de entenderse en sentido negativo. Los blanquivioletas quisieron, quisieron mucho, pero no pudieron. Les faltó un punto de fútbol que no fue óbice para que merecieran ganar y, lo que es más importante –porque de hacerlos va esto–, el gol que culminase el buen hacer.

Puede resultar contradictorio ver cómo se habla de escasez de juego y, sin embargo, se hable de manera positiva. No lo es porque no hay más. Esto es, sin los jugadores de mayor calidad sobre el tapiz, el equipo se resiente y no puede más que juntarse, bregar, trazar el plan más aseado que pueda y pedir a Dios –e intentar, claro– que la pelotita entre.

Por destacar algo del Getafe, puede decirse que los azulones no cometieron apenas errores en labores defensivas, y que así, por lógica, es más difícil. Fueron Moyá y Rafa los mejores por parte de los locales, aunque no los únicos en retaguardia que rindieron con exquisitez; Jesús Rueda volvió a estar imperial, Peña sobrio y Mitrovic en plan vendedor de seguros.

Y así, con un Valladolid dominante y un rival que parecía un tímido masoquista, pues ni dominaba ni se dejaba dominar abiertamente, el encuentro llegó a su tramo final, en el que Diego Castro, en la única ocasión de peligro para los madrileños, envió un balón a la madera, que asustó tanto como arrancó un “no se lo habrían merecido” en la hinchada vallisoletana; en la desplazada y en la que se quedó en casa.

El empate, con todo, no deja un sabor agrio. Aunque la oportunidad del gallego provoque que en los análisis sesudos aparezca reflejado que el Pucela pudo perder, en realidad estuvo más cerca de ganar y solo una injusticia le habría traído de vuelta a la capital del Pisuerga de vacío.

Lo es, en parte, haberse dejado dos puntos por el camino, aunque el logrado sabe bien porque se volvió a dejar la portería a cero, hecho que va entrelazado con el saber competir mostrado por segunda semana consecutiva y con la creencia de que, juntos, quizá no seamos (sean) más, pero sí mejores. El próximo envite, contra el Elche, será una buena ocasión para el refrendo.

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