“Aquel soplo a mi corazón fue el aire fresco que necesitaba para saber que mis entretelas no habían dejado de latir”, me dijo mientras acercaba aquella copa a sus labios carmesí. En su voz podía percibirse el paso de los hombres que de forma esporádica habían entrado en su casa como el más honrado y habían salido con la marca de la decepción.

Se giró sobre sí, pero en su mirada permaneció el reflejo de una barra de bar cómplice y testigo de sus sinsabores. Aprecié entonces el esbozo de una belleza perdida, olvidada en el lavabo de algún local de mejor pinta que aquel en que nos encontrábamos. Aquella sonrisa oculta tiempo atrás no había sido de segunda.
Me contó que era malagueño, de nombre Javier. Que era detallista, y que su cuerpo parecía esculpido en gol. “Nadie reparó en él cuando llegó. Puede que el histrionismo de la banda que le precedía provocase, además de desconcierto, pánico y ceguera. Lo único cierto es que nadie creyó en su virtuosismo hasta que dejó de hacer reclamos de compañía y pasó a tocar rodeado, pero en soledad”.
El barman asintió. Él había guiado el tránsito de la decadente Michigan al alegre Missouri. De su imaginación nació aquel ritmo pausado, firme, que se haría famoso cuando desde Reino Unido llegó aquel bajista tan pesado. Sin él, en los días de vino, rosas e ilusión habrían sobrado tristeza, cardos y Don Simón. Sin Javi Guerra… sólo Dios sabe qué habría pasado sin Javi Guerra.
En medio de aquella oleada de recuerdos, un hombre se acercó a la barra. Pidió un tragó y no dudó en sumarse a la conversación en cuanto vio que hablábamos de aquel gran jugador. “Recuerdo un partido contra un equipo de Alcaraz. ¡Qué tipo duro aquel! Entonces dirigía al Almería… Si no es por él, aquel día el Pucela cae como un bendito”, dijo.
Parecía bebido, pero se acordaba de aquel encuentro como si lo hubiese vivido el día anterior, expulsión de Djukic incluida. Sus palabras proyectaban en la mente de quienes le rodeaban las carreras de Mehdi Nafti. También las imprecisiones de Balenziaga, el mal momento de Valiente o a los desaparecidos Víctor y Óscar.
Un chico del filial, Tekio, cubría la banda derecha. Le tocó bailar con la más fea, un tal Aleix Vidal, un jugador cuyos pulmones -decía- no aguantaron más allá del descanso. Hasta entonces dominó el Valladolid, pero sin lograr siquiera llevar peligro a la meta rival. Guerra, nuestro hombre, no lograba deshacerse de la compañía de los dos centrales andaluces.
Nauzet también estaba acompañado, pero de su propia sombra. Sisi asomaba por donde no debía (o sí) y quienes debían enlazar con el nueve naufragaban allí donde Bernardello barría a sus anchas. Cositas, en fin, que impedían el lucimiento del chico que llegó sin hacer ruido.
“¡No te olvides del gol”, apostilló alguien cuando quien hablaba llegó al tiempo de asueto. “¡Y qué gol!”, dijo éste. Un pase a la red de Corona (el que elevó a Negredo el balón en aquella delicia del tiburón vallecano) que la barrera no quiso y que Jaime no pudo detener, quizá por falta de visión, quizá por estar mal colocado o quizá por ambas cosas.
La segunda mitad fue bien distinta. “Un monólogo”. Si en la primera los blanquivioletas habían manejado el cuero y los rojiblancos el fútbol, en los segundos cuarenta y cinco minutos -parece ser- ambas cosas estuvieron bajo el manejo de los del Almirante. Había imprecisiones, sí, pero menos. Y, aunque las ocasiones no llegaban, el cántaro no dejaba de ir a la fuente.
Bien por el empuje vallisoletano, por la dejadez andaluza o un poco por ambas, el partido parecía tocar a su fin sin hacerlo antes a arrebato. Hubo un conato, liderado por Goitom en los locales y Balenziaga en los visitantes, pero se quedó en amago. “Y, entonces, apareció Guerra”.
La mujer que había empezado a contar la historia del delantero rompecorazones volvió a tomar la palabra. “A pesar de la ocasión que había tenido, no había sido su mejor partido. Seguía lejos de su mejor versión. Encima, los centrales rivales no le habían dado un metro… hasta entonces”.
Corría el minuto noventa y cuatro. El encuentro parecía sentenciado, pero Guerra y los suyos se negaban a caer. Michel, el lateral derecho almeriense, jugaba un balón en lugar de despejarlo, y la recuperación fue a parar a los pies de Balenziaga. Éste puso uno de sus únicos centros con acierto en el encuentro. El pase cayó en la cabeza de Guerra. Consecuencia: gol.
The Heartbreak Nine lo había vuelto a hacer. En el último suspiro había vuelto a enamorar, a desencadenar gritos de “Javi Guerra, te quiero” o “Guerra de mi vida”. Gritos que, por más que pasen los años, en la ciudad nadie jamás olvidará.
* Este es el relato futuro de un encuentro en pasado. Un relato imaginario de lo que probablemente ocurra en Valladolid cuando Guerra ya no esté. Un relato que, sin embargo, será fiel a la realidad. Porque, pase lo que pase con él, a la historia ya ha pasado.