Zakarya Bergdich deja el Real Valladolid con sensaciones encontradas, después de una pobre primera temporada y una segunda de nubes y claros

El Séptimo de Caballería puede respirar tranquilo. El indio que más daño les ha hecho en lo que va de temporada ya no volverá a entrar cuchillo en mano en su campamento, con ese trote tan particular, tan suyo, y a la vez tan veloz, y el labio inferior doblado hacia fuera como si en lugar de Caballo Loco fuera Buba, el amigo de Forrest Gump.
Zakarya Bergdich abandona el Real Valladolid después de un curso y medio de blanquivioleta, y lo hace dejando sensaciones encontradas; después de un primer año pobre y medio que por números puede ser considerado bueno, pero que esconde nubes tras de sí.
Si hay un adjetivo que define futbolísticamente a Bergdich sin duda alguna es el de alborotador. Anárquico en ataque y desordenado en defensa, las pocas veces que jugó como lateral mostró unas lagunas difíciles de comprender en la élite, pero, en cambio, su buen físico era capaz de destaparle como un puñal en ataque, siempre que fuera lanzado. En estático, por contra, o cuando tenía enfrente un defensor voraz y que le igualaba en fuerzas, se convertía en inocuo. Con todo, hay que reconocerle su capacidad para alterar el orden y de ser el desatascador en determinados encuentros en los que al Valladolid le faltó identidad.
Aunque pobre técnicamente, rara vez le faltó corazón. Si falló fue, simplemente, porque no daba para más, lo que convierte su salida en provechosa y aprovechable, aun cuando su aportación durante la primera mitad de la temporada fue alta. Trasladado a las fábulas de Fedro, y dicho desde el mayor respeto, Bergdich sería el asno incapaz de tocar la lira.
A su característica manera de correr, mediante esos pasos cortos, cuerpo erguido y culo metido, solo le faltaba la mano en la boca para hacer el sonido del indio. Será difícil no acordarse de él en las próximas fiestas en las atracciones del toro mecánico, pero fácil que pase a la historia como uno de tantos. Quizá, seguramente, como uno de tantos que dejaron un efecto negativo en el club, como es un descenso.
Representó, en sus veinticuatro partidos a las órdenes de Juan Ignacio Martínez, lo justo que iba aquel plantel para salvarse. Y seguramente ese será el poso que quede tras su salida, el de un jugador al que no le alcanzaba. Podría haber sido, y puede ser, un recurso como ala en una defensa de cinco, como las que en Italia se estilan, aunque difícilmente le quede al dedo el traje de lateral o extremo.
Para jugar atrás le sobra anarquía y le faltan conceptos tácticos. Para hacerlo delante, va falto de calidad técnica y sobrado de prisa. Y sin embargo, en él se ha visto a un jugador que ofrece más cuando llega que cuando está, y cuyo sacrificio le permite ayudar con solvencia en labores defensivas. Con todo esto, con sus vicios y sus virtudes, después de un exuberante arranque, cayó en un ostracismo, hasta cierto punto, lógico.
Siempre pareció que le faltaba algo para ser importante. Lo fue puntualmente, con los cinco goles que anotó, algunos, vitales en la obtención de puntos, pero su danza de la lluvia nunca rompió en tormenta, siempre se quedó en llovizna. De haber sido perro, habría perseguido coches, aunque difícilmente, de alcanzar alguno, habría sabido manejarlo.
Por todo ello, y sin conocer cifras, su marcha al Genoa es entendida por la afición como un buen negocio. Se quedó sin sitio y se quiso ir; no necesariamente en este orden. Y como los vaqueros siempre han sido más queridos que los indios, no hay quien lo prefiera a Hernán Pérez, salvo quizá Mojica, su igual. Fallos aparte, quedará para el recuerdo aquel bramido, también insuficiente, al que a veces hacía RT: “¡Cómo te queremos, Caballo Loco!”. Hoy, ya lejos.
