La bella irrupción del paraguayo en el juego del Real Valladolid recuerda a la del alemán, aunque la única similitud irrenunciable entre ambos radica en sus cualidades futbolísticas

Recibió la pelota, bajó la cabeza como si delegara la dirección de la jugada a su mirada y no a sus pies, realizó amagos espasmódicos a su perseguidor y lanzó un centro desde el perfil derecho que cabeceó a gol Timor.
De repente, emergió la semi-olvidada imagen de Patrick Ebert (Postdam, Alemania, 1987), el controvertido y peculiar extremo alemán que levantó a La Liga española en su primer año en España, con seis goles en veintitrés partidos y una salvación cómoda.
Los movimientos se asemejaban –comparten el dorsal veinte–, Hernán Pérez parecía aquel soldado de Djukic que terminó rindiéndose a su gen irreverente, huyendo hacia el frío y el ostracismo de la Premier League rusa.
Desde el costado derecho ejercía una atracción de la jugada que no había conseguido ningún jugador desde Ebert. En cinco partidos disputados, el paraguayo ya ha marcados dos goles y entregado dos asistencias –en dos encuentros–.
Los envíos con su pierna derecha parecen tan certeros como los configurados en el modo amateur del FIFA. Teledirigidos, Hernán irradia una imagen de que el fútbol, en las botas de los buenos, progresa sin dificultad. Engaña porque lo hace sencillo, como en su día Ebert.
La manera de cambiar el ritmo de Hernán, de correr y de trazar las diagonales interiores para cruzar asistencias aéreas más cortas, recuerda a Postdam y a la sugestiva capacidad del teutón de acaparar la atención de los aficionados pucelanos en su juego, del que Ebert iba deshojando potencialidades conforme transcurrían las jornadas.
Influía por el carril central, al que se desplazaba para abrir los espacios a las subidas de su mejor compañero en Valladolid, Antonio Rukavina. Permutaba de banda con el propósito de estirar la línea rival o de perfilarse para explotar su poderoso disparo. Llegaba a condicionar una ingente parte de la disposición defensiva del oponente, incluso viéndose acompañado por Óscar y Javi Guerra.
Hernán llegó a Valladolid rodeado de una doble esperanza. La que depositaban los aficionados blanquivioletas en su rendimiento y la que alumbraba el paraguayo respecto a su futuro en la entidad. En el fondo de la carrera del interior diestro del club pucelano subyacía el pegajoso resquemor de que, si no se hubiera lesionado de gravedad, podría haberse labrado un hueco en Primera División. La primera parte de su viaje hacia el fútbol profesional así lo presagiaba.
Algo parecido le ocurrió a Ebert, quien llegó a enfundarse la camiseta de Alemania en categorías no tan inferiores y a compartir vestuario con algunos de los actuales iconos germanos campeones del mundo. Su personalidad le pesó más que el talento y fue diluyéndose de manera progresiva. Valladolid le ayudó a compactarse de nuevo, pero los fantasmas del pasado reaparecieron y regresó a las andadas.

Con Hernán parece distinto, partiendo de la base de que si algo lo liga a Ebert es, por momentos y acciones, su manera de jugar al fútbol y el protagonismo que ejerce sobre el campo. No su humor, no su cabeza, porque el guaraní finaliza el entrenamiento y traspasa la frontera de separación entre la mediatización de su trabajo y su familia.
El ahora futbolista del Spartak de Moscú tomaba su bicicleta, aun lesionado, y pedaleaba hacia algún lugar que lo distanciaba, poco a poco, del éxito.
Hernán ‘Ebert’ Pérez quiere recuperar el tiempo que las lesiones le impidieron exprimir, dejar las bicicletas para el verde, ser el asistente desde su parcela de ataque, desocuparla para marear en otras, regalar goles precedidos de desmarques fulgurantes y devolver al Real Valladolid a la máxima categoría, también reservada para él.
