Valladolid, 19 de mayo de 2025
Todo empezó hace cinco años. Algunos expertos, llamados apocalípticos, lo advirtieron hace ya diez, cuando el Gobierno aprobó la venta centralizada de derechos televisivos. En algún momento la burbuja explotaría, y lo hizo en 2020. Todo hay que decirlo; otras ligas también tuvieron su culpa. Y el ansia de medrar de la UEFA, de seguir vendiendo su marca. Aunque, a decir verdad, aquel dichoso Real Decreto, que tan polémico fue a la hora de su aprobación, terminó a medio camino del dorado por sus propios vicios.
Los mil millones previstos fueron una realidad aumentada en doscientos más en una primera venta. La panacea. Esto provocó que otra vez los clubes españoles volvieran a aspirar a pagar cantidades altas por traspasos de jugadores extranjeros, que escogían España porque los salarios eran altos. El reparto del pastel contentó a todos, también a los jugadores, porque aunque el sueldo mínimo no se subió, aumentó el medio.
Sucede que, cuando uno intenta exprimir a la gallina de los huevos de oro como a una naranja, acaba por matarla de tanto retorcer el pescuezo. Los grandes siguieron acometiendo fichajes por cantidades insultantes. Los menos, creyeron ver en sus mayores dispendios un crecimiento de su clase, la media. Dieron de nuevo la espalda a la base en pos de extranjeros caros; más aún después de la creación de la liga de filiales en 2018. Y como la desigualdad económica con la Segunda División se hizo mayor, renunciaron a convertirla en caladero. Además, nuevamente se hipotecaron con la creación de nuevas instalaciones deportivas, para las que creían que siempre habría dinero.
Los clubes no supieron ver la gran mentira, que estaban devaluando su propio producto, y cuando llegó la hora de negociar una nueva venta de derechos de imagen, se subieron a la parra; “queremos más”. Creían que su liga era potente, y no, o no por lo menos más que antes. Era, eso sí, más cara. Pero no más fuerte ni más consumida. Y por eso las televisiones no se vinieron arriba. Ofrecieron una migaja más, nunca los cientos de millones más que se esperaban. Llegó el colapso.
La UEFA venía barruntando desde hacía años el crear una gran liga europea. La Euroliga de baloncesto quiso serlo, pero nunca acabó de dar el salto. Y el fútbol no quería quedarse a medias. Quería vender su propia NBA; un espectáculo en el que cada partido tuviera el revestimiento de final, no porque hubiera un título en juego, sino por la entidad de los contendientes y de sus atletas. Que cada envite congregase frente al televisor a aficionados de cualquier parte del mundo, y que quienes asistieran a los estadios tuvieran ese concepto de espectacularidad; con sus ‘kiss cam’, sus animadoras y esas cosas.
El Mundial de Qatar fue la excusa perfecta para acometer la gran restructuración. Si se iba a disputar en invierno, lo lógico era que la temporada se configurase de otra manera, a lo largo del año natural, aunque ello implicase jugar algún que otro partido en verano. Y, bueno, para todos era más atractivo, en lo económico y en lo deportivo, disputar esa gran liga. El aficionado no solo debía entenderlo, sino que era parte del problema y de la solución: si se va a aburrir y no va a consumir las desiguales competiciones locales, siempre pensando en él, habrá que hacer que consuma, que viva el fútbol y que se divierta.
Inglaterra y Alemania fueron quienes más pegas pusieron. Acostumbradas al sentimiento y los estadios llenos, sus federaciones no terminaban de ver eso de que sus principales clubes ‘huyesen’ fuera de sus fronteras. Pero tuvieron que resignarse; qué remedio. Los magnates y jeques que dirigían a los británicos amenazaron con irse aun contracorriente. Y los grandes del fútbol teutón entendieron que no se podían quedar fuera; que si el dinero era eso, eso tendría que ser el fútbol, aunque el patrio se resintiera –si es que lo hacía–.
Ahora el problema era otro. ¿Quién entra y quién no? Muchos querían y solo treinta podían. ¿Cómo hacer el reparto? A pesar de que en las últimas Champions se daba prioridad a los campeones nacionales, se intentó que estuvieran los más grandes. A aquellos equipos que habían festejado títulos o alcanzado finales en el formato vigente de Liga de Campeones y desde que la ronda definitiva por la Europa League se jugaba a un partido.
No se podía pasar por alto el que, así, las ligas más potentes tendrían una preponderancia que parecía excesiva. Había que poner un límite, semejante al de la propia Champions. Y aquí, el lío. Porque en Inglaterra había cinco aspirantes, los mismos que en España, y solo cuatro plazas. Y porque solo por motivos geográficos se sostenían algunas invitaciones. Pero, entendía la UEFA, para que la competición fuera atractiva, además debía ser plural.
Las treinta entidades se organizaron en dos conferencias, norte y sur. En total, trece países representados. Algunos, entendía alguien, quizá no debieran estar, porque, ya se sabe, nunca llueve a gusto de todos. Y, bueno, por aquello de la inyección económica –previa por los requisitos impuestos, que obligaban a llevar de la mano a alguna gran empresa, y posterior, por la venta de los derechos televisivos–, se suponía que las fuerzas se acabarían equilibrando.
La Liga de Fútbol Español, heredera de la Liga de Fútbol Profesional, se ‘quedó’ sin Real Madrid, Fútbol Club Barcelona, Atlético de Madrid y Valencia. La Primera siguió –sigue– siendo de veinte equipos. Cuyos estadios han ido incrementando sus asistencias, en contra de lo que muchos pensaban. Los partidos, la Liga, ha ganado en interés e igualdad. La identidad y el sentimiento han ido a más y el balompié local goza de buena salud. El Real Valladolid, también.
