El Real Valladolid reacciona tarde y cae eliminado de la Copa del Rey ante un Real Oviedo que no fue superior, por lo menos netamente

Se puede decir, sin miedo: qué pereza da la Copa del Rey. No a la afición, que aunque prefiere centrarse en la competición liguera, siempre sueña con alcanzar alguna ronda lejana, pero sí al plantel. Al del Real Valladolid y a muchos otros, dicho sea de paso. Es ese compromiso ineludible que organiza un amigo, al cual no le puedes decir que se ha muerto tu abuela porque ya se te murieron antes más de las que cualquier ser humano tiene.
La Copa actual, con el actual formato, se convierte en ese trago que hay que pasar, en el que ya ni tan siquiera los habituales suplentes tratan de reivindicarse. Aunque hay excepciones, claro.
Está el típico joven imberbe como Ángel que acaba pillando cacho por ser más avezado que los demás. Alguna noche loca, como la de Guille Andrés el pasado curso. Y, bueno, alguno que otro que se pasa de revoluciones, como Juanpe, y que acaba convirtiendo la fiesta en un drama peor que una película de Tom Cruise.
La primera parte del duelo entre Real Valladolid y Real Oviedo vino a ser la primera hora del baile en la boda; se escuchaban hasta las historias de posguerra de Garitano y de Sergio Egea en su palco.
Solo le faltó la borrachera de goles y Japón Sevilla dirigiendo el tráfico. Se puede decir incluso que, de no ser tan mojigatos sus equipos, los aficionados –algún blanquivioleta había– podían haber gritado el “que se besen” tan ricamente.
En los locales, Aguirre y, sobre todo, Hervías intentaban romper el tedio, ser el cuñado gracioso. Y en los visitantes, Ángel, Tiba y Diego Rubio pasaban por los primos del pueblo esas que “cómo han crecido” y a los que todos iban a mirar como abuelas, quizá –ojalá– orgullosas. En estas, el peligro de los carbayones fue mayor que el de los vallisoletanos, aunque sin grandes alardes.
La igualdad la rompió Juanpe. Sí, como en Ponferrada. Como allí, cierto es, su penalti no pareció clamoroso, pero la maniobra fue lo suficientemente temeraria como para que el colegiado se cobrase la acción, entendiendo que existía infracción. Como allí, tocaba remar, en inferioridad numérica y por debajo en el marcador, tras el tanto de Toché.
Con celeridad, Marcelo Silva entró por Diego Rubio y, solamente tres minutos después, se convirtió también en trascendente, con otro craso error, un despeje absurdo, hacia el medio, que terminó en las botas de Hervías, quien soltó un latigazo al centro ante el cual Kepa no supo responder.
La noche olía a tragedia miguelina, a aquella tarde en que Miguelón decidió que ya no le apetecía pedalear más a no muchos kilómetros del Tartiere, camino de Los Lagos. Tal fue así que Toché pudo marcar el tercero, pero su remate dio en el larguero. Y la vibración resonó como si fuera ‘La Gozadera’ en cualquier pista de baile, e hizo levantar al Real Valladolid como a las mozas tras el banquete.
Si ellas se arremangan la cola, el Pucela hizo el gesto de hacer lo propio con las mangas y decidió que aún le quedaba un último baile. El trantrán de la primera parte a la hora de mover el balón se convirtió en un punto más de velocidad y el equipo rompió a jugar por la izquierda, lugar natural del filial Ángel.
Fue él quien puso un buen servicio a Alfaro para hacer el dos a uno y fue por su lado por donde llegaron las más claras ocasiones para empatar. Primero, Juan Villar falló después de otro gran centro y luego él mismo pudo culminar su gran noche –canción que, por cierto, sonó en el descanso por la megafonía del estadio carbayón– con un remate impreciso ante Rubén Miño.
Volviendo al inicio, los de Garitano no hicieron ni siquiera bueno aquello de “una copa y nos vamos”. Fueron abstemios, otra vez, si se tienen en cuenta las últimas participaciones en el ‘torneo del KO’ de la entidad, y fue una pena. Lo que comenzó siendo un compromiso se terminó por convertir en una noche que prometía, pero cuando se desmelenaron el taxi ya estaba en la puerta esperando. Otro año será.
