Real Valladolid y Rayo Vallecano se dejan el fútbol y los goles para la vuelta de su eliminatoria de Copa del Rey.

Estaba llamada la Copa del Rey a ser bálsamo para Real Valladolid y Rayo Vallecano, dos equipos que caminan sin alma, cabizbajos, por la competición que de verdad saca a los humildes de pobres –bueno, es un decir-. Venía a ser una distracción, un partido en el que ahogar las penas para, al llegar a casa, verse más guapo en el espejo. Pero los dos decidieron que no, que hoy tampoco era el día.
En honor a la verdad, es bastante posible que no lo decidieran, simplemente salió así; mal. Cuesta creer que un partido tan insípido sea premeditado, previsto de usted, como para no hacer daño, no sea que también lo reciba. Fue un “mírame y no me toques” que desgastó al puñado de las moral de los valientes –de aquí y acullá- que decidieron combatir el frío con fútbol, sin carajillo ni na’ (se supone). Un envite de usted. Un enfrentamiento que no fue.
Y el caso es que tanto Juan Ignacio como Jémez dieron entrada de inicio a varios de sus presuntos peloteros. Pero ni por esas. Imprecisos, se declararon abstemios en una noche en la que el premio era no salir trasquilado.
Parecía como si supieran que al final de la ruleta había una trampa mortal. Como si el balón fuera la muesca en el revólver que amenaza en la ruleta rusa. Peor aún; como si el balón estuviera cargado de cinco balas de plata y una de agua. Pero había que jugar, claro. Como si otro arma apuntase al cobarde. Por pura inercia. Con más miedo a seguir en barrena, perdiendo moral por la línea de flotación, en lugar de ganarla en el caladero de los secundarios.
No lo fue tanto para el Real Valladolid, que salió con los hasta hace no tanto titulares Jaime, Rukavina y Omar o con los Rueda, Ebert, Peña y Rossi, acostumbrados a pisar el verde cuando las voces cantan goles y gestas. Juntos, a su manera, disputaron la posesión al Rayo Vallecano, no tanto por el tino en la creación como por la imprecisión e incomodidad rival.
Una vez tenían el balón en los pies, los blanquivioletas buscaban el plan fácil, el que cualquier técnico trata de plasmar cuando las cosas no van bien: balón largo, hacia el que pelea, y ya veremos. Para más inri, la idea pasaba también por no ceder demasiado terreno atrás y mantener la puerta a cero. Lo que comúnmente es definido como equipo apañadito y trabajado, vaya.
El trabajo y el apaño, sin embargo, no sirvieron para crear apenas peligro en los noventa minutos. Acaso una falta lejana de Patrick Ebert, algún conato de remate de Manucho o Guerra cuando entró… Y hasta ahí. Porque, de nuevo, el centro del campo naufragó, y no porque el plan fuera pobre, puesto que se puede ser directo y asistir con acierto. Y no.
La acuciante baja de un enganche invita a imaginar un perentorio cambio quién sabe hacia donde, toda vez que los dos puntas se fajan sin que la media les surta de balones francos. Si Óscar estuviera… En otros tiempos, quizá su ausencia la supliera Bueno, aunque tampoco es un drama que no lo haga, ya que sigue en sus trece de ser un mero secundario intermitente.
Tampoco estuvo demasiado acompañado, cierto es, si bien el Rayo, aun así, estuvo más cerca de la victoria que el Real Valladolid, solo por las varias ocasiones abortadas con brillantez por Jaime en los dos periodos, en varios uno contra uno y en algún que otro disparo lejano, acaecidos, decíamos, por la inercia de tener que jugar a la ruleta rusa.
La Copa del Rey no es para ninguno de los dos conjuntos un objetivo real, por múltiples motivos que no vienen al caso. De ahí que no se la llevasen a la boca más que para disimular, para a ver si, por un casual, el de enfrente daba un sorbo de cicuta en un estúpido afán competitivo. A ninguno de los dos se le llenó la cavidad oral de ansia vencedora y al final ocurrió lo que tenía que ocurrir, que se dio un empate que, de suceder en Liga, no valdría a ninguno de los dos.
