Lo cierto es que Guillermo Almada aterrizó en Valladolid sin querer engañar a nadie. Casi desde el primer día, se vendió un sello claro de ir partido tras partido, exigiendo carácter, intensidad y compromiso físico. Un modelo que se lleva presentando, sin falta, en cada una de estas primeras seis jornadas. Un modelo que se ha apoyado en la coherencia táctica como principio rector, pues quienes mejor defienden su idea han tendido a convertirse en habituales del once y ya no sorprende que el cuerpo técnico priorice esa estabilidad interna gracias a una jerarquía basada en ese cumplimiento.
Eso lleva implícita una exigencia fuerte al plantel, pues todos los que saltan al césped saben que serán evaluados desde ese prisma de entrega sobre brillo. Esa propuesta futbolística descansa en dos necesidades palpables: tener presencia física para imponerse en los duelos colectivos, pero seguir aspirando a la realidad, pues deben crecer notoriamente en el juego. Esa circulación fluida es quizá el deber más acuciante de un equipo como el Pucela.
Tener dominio territorial cuando las condiciones lo permiten es una cosa, pero dominar el ritmo del partido es otra. En partidos que han favorecido el dominio del Real Valladolid, se ha visto una buena presión tras pérdida, intentos de juego vertical y amplitud por las bandas, pero en esos momentos el equipo busca una transición rápida hacia adelante y apenas ha tenido capacidad de conservar la pelota y contemporizar, lo que aumenta un ida y vuelta en el que no siempre saldrá cara.

Algo que explica por qué muchos jugadores repiten, cumpliendo, además, incluso cuando el desempeño no ha terminado de acompañar. La primera derrota, de hecho, podría servir para que Almada cambiara alguna cosa con respecto a un once que solo se ha movido por lesiones. El charrúa no busca rotaciones por sistema, sino que solo introduce variantes cuando cree que el sistema lo necesita o causas de fuerza mayor.
Donde más se aprecia ese desafío, sin duda, es en el banquillo. Almada no ha sido profuso en cambios y cuando aparecen, tienden a llegar tarde. Esa inmovilidad tiene dos caras: por un lado genera continuidad, seguridad y que el equipo sepa quiénes son los fijos, pero por otro lado limita la frescura, pone en riesgo la reacción ante partidos torcidos y deja pocas respuestas inmediatas cuando algo falla. Cuando el equipo sufre, como ocurrió frente al Albacete, esas rotaciones tardías no son suficientes para dar la vuelta al guion. El técnico parece confiar en que el desgaste del rival le acabará favoreciendo, pero esa fe debe estar bien medida: no todos los partidos permitirán exclusivamente esa lectura.
Aun así, hay mérito en su estrategia: con una plantilla que no es de primer nivel en todas las líneas, Guillermo Almada ha decidido apostar por el carácter, por la exigencia colectiva y por que cada uno rinda al límite cada día. Su coherencia le obliga a elegir para cada duelo a quienes considera más aptos para defender su idea, lo que fortalece el mensaje de que estar dentro no es un derecho, sino una responsabilidad. En ese sentido, ha conseguido que el equipo no dependa únicamente de talentos excepcionales, sino de que cada futbolista sepa que su rendimiento táctico, físico y mental será observado continuamente.

Pero ese modelo conlleva riesgos claros. Cuando el rival domina el partido, cuando la presión es intensa o cuando el Pucela necesita crecer desde atrás y construir con paciencia, la rigidez del once puede volverse un lastre. Si las ideas ofensivas no funcionan, esas rotaciones tardías se quedan cortas. Si no aparecen variantes con proyección diferente, el equipo puede verse empacado. Almada debe conciliar su fe en el diseño con la mentalidad táctica de adaptación, sabiendo cuándo doblar líneas, cuándo refrescar y cuándo mutar el sistema sin renunciar a ese sello de entrega y transición.
La conclusión es que, a pesar de todo, merece seguir confiando en este sistema exigente que Almada impone. Porque con sus limitaciones, físicas, de plantilla e incluso de talento puro, lo que busca no es competir desde el brillo individual sino desde la diferencia colectiva. Quien corra más, quien defienda mejor, quien mantenga la concentración en los 90 minutos, será el que se lo lleve.
En un campo de batalla desigual en el talento, Almada impone una guerra de desgaste, en un modelo que el uruguayo conoce y tiene sentido, pues, cuando funcione, marcará la diferencia incluso ante rivales mejores. Si sus jugadores dejan de lado el ego y combaten en ese nivel día tras día, este modelo lleno de dudas puede ser lo que le dé estabilidad a un Valladolid que pueda sostener opciones reales.
