Hace ya tres años, decidí pasar a experimentar ese lado tan sombrío, complicado y siempre criticado del fútbol como es el arbitraje, en la figura de árbitro colaborador. De la mano de dos clubes tan cercanos para mí como son la AD San Miguel Olmedo y el CD Pedrajas, fui sumando partidos y experiencias, y con la cercanía del ascenso a la siguiente categoría arbitral, me voy pudiendo permitir el lujo de sacar conclusiones. La primera de ellas, que el fútbol formativo (y no tan formativo) va en decadencia, camino de la autodestrucción, cuesta abajo y sin frenos. ¿En qué momento hemos convertido esos fines de semana de desconexión entre goles, cañas y risas, en ratos de desahogo contra el colectivo arbitral, y lo que es peor, contra los propios niños?
Creo que a veces esos padres y madres de las siguientes estrellas mundiales se olvidan de que sin nosotros, los árbitros, esa figura con cara de puchimbol y de diana, sus pequeñas promesas no podrían seguir jugando, progresando en su formación deportiva y educativa, pero sobre todo, disfrutando. También parece que pasan por alto que nosotros, los árbitros, cogemos nuestro silbato cada fin de semana por puro amor al arte, y no por lo económico. Un árbitro, al igual que los expertos que juzgan a voces, también tiene un jefe que le amarga la existencia en el trabajo, un profesor que le ha suspendido un examen que pensaba que había bordado, un amigo que le ha hecho de menos o una pareja con la que no atraviesa un buen momento, y al igual que el que insulta utiliza ese rato para evadirse, pita lo mejor que puede y sabe; ni más, ni menos.

Me hacen mucha gracia comentarios del estilo “¡hasta que no le pase algo a un árbitro no vais a parar de robarnos!” o “¡cómo se nota que juega X equipo, te tiran los colores!”. Incita el primero a la violencia y omiten ambos la necesidad de que alguien medie, como tratamos de hacer, sin mirar -o debiendo no hacerlo- los colores y escudos. Porque así lo hago yo: intento aplicar el reglamento sin importarme quién de los dos equipos gana, sabiendo, además, que mi estado de ánimo va a depender de cómo se desarrolle el partido, como incluso puede suceder con mis propios objetivos de desarrollo, pues, igual que el resto de deportistas, en el arbitraje nos sometemos a un examen en cada partido y somos valorados por nustros comités.
Un árbitro con aspiraciones a llegar a lo más alto posible, o uno que ve el arbitraje como una vía de escape a sus problemas cotidianos, para hacer deporte, para divertirse, incluso para socializar… no tiene preferencia un resultado u otro, por mucho que el populismo extraído de los shows televisivos pretenda hacer ver algo completamente diferente a la realidad que concierne al fútbol base. Ser trencilla es una manera muy eficaz de hacer frente a situaciones adversas a una temprana edad y una muy bonita de vivir un deporte que a veces personas juiciosas o irrespetuosas afean por esas teorías de la conspiración que, en un partido de cadetes o prebenjamines, nunca tienen lugar.
De esto no todo es malo; dicen que la letra con sangre entra. He aprendido en este tiempo a gestionar determinadas situaciones que, en caso contrario, no sabría afrontar, delante de mucha gente o frente a personas que me doblan en edad. Me viene a la cabeza cómo gestioné un partido donde había un ascenso en juego, con más de 300 espectadores bramando, o cómo manejé la situación cuando un energúmeno quiso saltar al campo a por mí por una falta, a su juicio, mal pitada. Nadie va a quitarme la ilusión, ni a mis compañeros tampoco, de seguir adelante en nuestro hobbie, porque nunca lo hemos visto como una obligación, sino como una afición y un placer: el de ser árbitro y disfrutar cada fin de semana con el trabajo realizado.
