Vivir en comunidad se puede decir que es un deporte de riesgo. No por las charlas indeseadas en el ascensor ni por las juntas eternas donde se decide si cambiar el color del felpudo o las plantas del portal, sino porque, tarde o temprano, alguien descubre una humedad que nadie quiere reconocer como propia y empieza el juego.
Es en ese momento empieza el baile de dedos señaladores y el clásico “eso viene de arriba”. La Ley de Propiedad Horizontal, esa especie de Biblia vecinal, establece que cada propietario tiene la obligación de mantener su vivienda en condiciones que no afecten al resto. Es decir, si tu baño tiene una fuga que empapa el techo del vecino, no vale mirar al cielo: toca arreglarlo y, probablemente, pagar.
La ley lo deja clarísimo: cada uno debe conservar su piso “en términos que no perjudiquen a la comunidad o a los otros propietarios” y resarcir los daños causados por su descuido o el de las personas por las que deba responder. O sea, si tu fontanero no es muy fiable, la responsabilidad sigue siendo tuya, así que asegúrate de no liarla y que tu comunidad parezca la de ‘La que se avecina’.
La ley le da la razón a la comunidad
Y, ojo, que la comunidad no está ni mucho menos indefensa. De hecho, puede exigir al propietario que realice las reparaciones necesarias para evitar males mayores. Si las humedades se extienden, si aparecen plagas o los malos olores convierten la escalera en una experiencia sensorial extrema, el presidente puede enviar un requerimiento formal y, si el vecino se hace el sordo, acudir a los tribunales. En ese caso, el propietario que se haya descuidado con sus vecinos no solo pagará la reparación pendiente, sino también las posibles indemnizaciones por daños y perjuicios a los demás afectados.
El otro lado de la moneda es cuando el problema no está dentro, sino fuera. Esa realidad en la que el ascensor falla, las grietas del garaje son peligrosas, hay goteras en el tejado o la fachada que amenaza con convertirse en lluvia de cascotes. En todos esos casos, la responsabilidad recae en la comunidad. La ley también dice sin rodeos que las obras necesarias para conservar el inmueble, mantener la seguridad, la habitabilidad o la accesibilidad son obligatorias y no requieren ni votación previa. Vamos, que el edificio no puede parecer el decorado de una película postapocalíptica y no hace falta pedir permiso para repararlo.
Además, cabe decir que la comunidad tiene la obligación de garantizar la accesibilidad universal. Eso incluye rampas, ascensores o dispositivos que faciliten la vida a personas mayores o con discapacidad. De hecho, en muchos casos estas obras no son opcionales, sino una exigencia legal. En resumen: cada uno responde de lo suyo, pero todos responden del conjunto. Y cuando nadie responde, responden los tribunales. Porque vivir en comunidad es compartir más que las paredes de un edificio, sino también las responsabilidades adheridas, sus gastos y, a veces, también los disgustos, pues a nadie le viene bien un nuevo gasto derivado de una reparación pendiente a sufragar entre todos.
Cualquier gasto puede ser un dolor de cabeza para los implicados y, además, tener que ponerse de acuerdo no siempre es sencillo aunque creamos que dominará el sentido común. La buena noticia, quizá, es que todo esto está regulado y protegido por la ley, aunque a menudo la verdadera batalla no se libra en la aplicación de las normas para la Propiedad Horizontal, sino en el grupo de WhatsApp de vecinos para llegar a resolver todo lo que esté pendiente. Ese lugar donde un “buenos días” puede acabar siendo una auténtica hecatombe para pintar la escalera.
