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Conservar algo que ayude a recordarte sería admitir que puedo olvidarte

por Redacción
18 de julio de 2014
en Noticias
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El Pucela enamora con su nueva camiseta con aires retro

Relato participante en el I Concurso Literario Blanquivioletras, escrito por Javier Heredero Valencia

 

Son las 20:17 y Roberto está en el suelo. El árbitro va a soplar en cualquier momento haciendo sonar su silbato tres veces. Tres sonidos que certifican algo que no quería creerme. Joder, otra vez no. El Pucela va a volver a ‘La B’, a la categoría de plata, al olvido mediático, a ser carne de segunda, a impracticables  campos con infumables tardes de fútbol. De las que uno no se sobrepone ni con una caricia y una sonrisa de su novia, de las que ni si quiera recuerdas el goleador del partido pasadas tres fechas, de las que te juraste que jamás volverías a sufrir desde que #SomosValladolid. Y de repente, me da por pensar…

No sé en que preciso momento mi corazón empezó a latir por el Real Valladolid. No sé cuando el musculo que bombea mi sangre hasta mi cerebro tiñó esa sangre de blanquivioleta, e hizo que en cada impulso mi cabeza pensara en el Pucela. Con cada latido, PUM-PUM-PUM, Real Valladolid, Real Valladolid, Real Valladolid. Es instintivo. No pasa un momento en lo que algo me recuerde al Real Valladolid, a una tarde de fútbol en el cada vez menos Nuevo José Zorrilla. No pasa un momento sin que piense en mi Pucela.

Es ver a un león y ya pienso en Pedro. Con la raza que tiene el animal y la poca que tienes tú, pienso. Si mi chica me habla de su viaje Ecuador , mi mente recrea el gol de Iván Kaviedes al Barcelona.

— ¿Me estás escuchando, cariño?
— Y que lo digas mi vida… vaya golazo.

Estar con los amigos tomando un ginebra-tónica y en cualquier conversación de fútbol meter… “Muchas copas de Europa sí, pero, ¿sabíais que en el Pucela jugaron Hierro, Caminero e… IVÁN CAMPO??!”.

¿Que te hablan del frío? ,qué sabrán ellos del frío, si nunca han visto un Real Valladolid-Huesca una noche de Diciembre en el José Zorrilla. Pertrechado de guantes, gorro, tres pares de calzoncillos, todas las capas que puedas ponerte en la parte superior del cuerpo y una bufanda de lana, con los colores blanco y violeta, tejida por tu abuela. De las que dan la vuelta al cuello cinco veces y todavía roza el suelo.

Cuando voy a comprar al quisco gominolas para mi prima pequeña y veo conguitos, pienso en Edwin Congo, que marcó la nada despreciable cifra de un gol con el Real Valladolid. Y lo metió con el culo, que con el pie los mete cualquiera. Y la dependienta me mira risueña al verme reír frente a los conguitos. “Otro del Pucela”, pensará.

Si salgo de cena y acabo en un buffet chino no puedo reprimir las ganas de decir que el jugador asiático que marcó por primera vez un gol en primera, vestía la blanquivioleta, y que el tío era tan sobrado que jugaba solo con un ligamento. Qué ahora es muy moderno y muy ‘posh’ eso del sushi, sí, pero que en el vestuario del Real Valladolid ya lo habían probado antes que nadie y Aramayo siguió llevando jamón; que seremos fríos, pero no tontos.

Y te hablan de sufrir, de caer, de fracasar, de decepcionar… Y piensas en Fernando Vázquez y aquel descenso, en el que vino después y en el que se viene en unos segundos. Pienso en aquel día , tras aquella abultada derrota y una nueva decepción más  en la que me jure que dejaría de sentir por el Real Valladolid. A la mierda. No más veranos pendiente del reloj esperando que llegue ese delantero que ponga número y nombre a tu camiseta; no más tardes luchando en un pub de Londres para que te pongan al Pucela; no más decepciones, no más sufrir, no más caer. Nunca más fracasar. Hasta siempre Pucela.

Y te lo propones, joder si te lo propones. Empaquetas todo lo que te recuerde al Real Valladolid y lo metes en lo más profundo de tu armario, en el espacio más recóndito de tu herido corazón. Donde guardas los malos recuerdos y las fotos de tu primer amor decides que también guardaras las camisetas, bufandas, banderines, cromos , el último chándal que te compraste y hasta el polo con el que te atrevías a salir de fiesta porque era ‘sport’, ante el asombro e incredulidad de tu chica.

Le dices a tu novia que no se preocupe que a partir de ahora vas a salir en camisa, y de las lisas, no sea que las rayas horizontales te recuerden a algo… le dices que haga planes para los siguientes fines de semana. Y los que vienen después de los siguientes también, que tú ya tienes los sábados y domingos libres. Incluso los viernes y los lunes, Tebas mediante. A tu padre le comunicas que no se preocupe más por tu bocadillo el día del partido, que no lo vas a necesitar porque no vuelves al estadio. Que ya no eres del Pucela, que no sientes, que el Real Valladolid para ti es una exnovia y que si tuviera Facebook, Twitter y WhatsApp ya le habrías borrado. Qur se acabó, pápa. Que no quiero más.

Y llega el siguiente fin de semana. El Real Valladolid vuelve a jugar en el Nuevo José Zorrilla. PUM-PUM-PUM. Tu corazón late, tu corazón siente, tu corazón no entiende de escondites para el olvido. Real Valladolid – Real Valladolid – Real Valladolid. Entras  a la cocina y ves a tu padre preparando tres bocadillos. Uno para mi hermano, otro para él, otro para… Me mira. Sonríe. Le miro avergonzado. He querido renunciar al Real Valladolid por egoísmo, por despecho, por cobardía. Salgo de la cocina y voy a mi cuarto. Mi madre ha sacado la bufanda, mi camiseta de Alberto con el diecinueve a la espalda y una braga morada, que “luego la que te aguanta malo soy yo”.

“Mira Javier, te voy a decir algo sobre el Real Valladolid que espero nunca olvides. Ser del Real Valladolid es lo mejor que te ha pasado en la vida”. Sus palabras caen sobre mi con fuerza, me estremecen. No les encuentro sentido. ¿A qué se refiere mi madre? Si otra vez el Real Valladolid me ha hecho caer, sufrir, fracasar, decepcionar… Levanto la vista y veo la camiseta conmemorativa del ascenso de la temporada de los récords colgada en la pared…

En ella lucen los nombres de Mendilibar,  Vladimir Manchev, Joseba Llorente… formando todos el número 1, refiriéndose a la primera división. Recuerdo entonces el zurdazo de Sesma al Almería, el gol de Aguirre al Betis cuando nadie daba un duro por nosotros.En mi mente se recrea la música que suena cada vez que  Javi Guerra las enjaula; pienso en el hombro de Sisi por el suelo mientras veinticinco voces le jaleaban a seguir. Me acuerdo de Javi Baraja reinventándose a sí mismo como central, y  Alvaro Rubio demostrando que no hay que ser brasileño ni hacerse llamar Pelé para saber jugar al fútbol.

Y es cuando me doy cuenta. Beso a mi madre con efusividad. Ella sonríe y me dice “no te preocupes cariño, a mí me pasa con tu padre lo mismo que a ti con el Pucela cada dos fines de semana. Pero mi corazón tampoco entiende de escondites ni olvidos”. Nos reímos a carcajadas. “Si no fuera por ella, que sería de nosotros”, pienso, mientras veo a mi hermano y mi padre discutir sobre el nuevo cambio en la portería.

Sufrir, caer, fracasar, decepcionar… Esta vida va de eso. Va de sufrimiento, grandes caídas, hondos fracasos y marcadas decepciones… Pero también va de profundas alegrías, de levantarte cuando estás en el suelo, apretar el culo y luchar. Apretarte los machos como el Real Valladolid se aprieta el presupuesto año tras año. Luchar cuando nadie cree en ti, cuando sabes que has decepcionado y  sobre tu piel queda marcada el estigma de perdedor, que tú conviertes en la marca del eterno luchador, del comediante incansable y el depredador voraz de victorias y alegrías.

El Real Valladolid me ha enseñado a no rendirme, a no tener miedo al fracaso y la decepción. A ser un gladiador en éste circo sin espadas de metal, comediante incansable en busca de una sonrisa imborrable, depredador que colecciona victorias y alegrías. Me ha enseñado a saborear la vida. A saborear un triunfo, por pequeño e ínfimo que sea. Cada instante de felicidad lo guardo, lo conservo dentro de mí para siempre. Eterno en mi escurridizo y blanquivioleta corazón. Ya sea un gol en el descuento que te da un empate frente a un equipo “de tu liga”, o un aprobado rozando el larguero en esa asignatura que se te atragantaba en la carrera y que tanto luchaste por rematar.

Inmerso en mis pensamientos, tres golpes de silbato  me despiertan. Miro a mi alrededor, la realidad del descenso es un hecho consumado. Veo a gente llorar, a un niño tirando su bufanda y a un señor mayor que se retira resignado. El fútbol me ha vuelto a golpear, me ha vuelto a hacer caer. Recojo la bufanda del niño y se la pongo al cuello. Le miro; sus ojos cristalinos están a punto de echar a llorar. Pienso entonces en mi madre y en lo que me enseño aquel día.

“Algún día te darás cuenta que ser del Real Valladolid es lo mejor que te ha pasado en la vida”, le digo, mientras el chaval me observa contrariado y se ajusta su bufanda al cuello. Sabes que en un futuro, como lo hago yo con mi madre, te lo agradecerá. Cuando celebre un ascenso, cuando celebre su graduación en su futura carrera. Se acordará de aquel chico que no le dejo renunciar al Real Valladolid, se acordará de aquel chico que no le dejo renunciar a saborear la vida.

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