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Cuestión de fe

por Jesús Domínguez
3 de abril de 2011

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Rayo 3.4
Foto: El Norte de Castilla

En el fútbol, como en la vida misma, existen personas que rezuman confianza. Personas que transmiten seguridad con un simple golpe de vista, incluso cuando los avatares del destino les obliga en ocasiones a arrodillarse. Personas que al Rayo Vallecano sobran.

En el fútbol, como en la vida misma, existen momentos duros en los que es difícil creer. Creer en Dios. Creer en tu pareja. En tu familia. En tus jefes. En ti. Y sin embargo hay personas, jugadores, a quienes la adversidad hace incluso más fuertes.

Claro ejemplo de ello son los jugadores del líder de la categoría. Unos profesionales que no merecen sus peculiares dirigentes. Unos profesionales que merecen su situación en la tabla. Porque no es fácil pensar en fútbol cuando encadenas meses sin llevarte un par de euros al zurrón. Y sin embargo ellos parecen no saber hacer otra cosa.

Hermanados con sus compañeros de blanco y violeta, saltaron al verde pidiendo soluciones. Esas que, cuando el partido pintaba en bastos, ellos encontraron. A pesar de que entre ellos no se hallaban Aganzo y Piti, dos hombres vitales. Cuestión de fe.

Enfrente, Abel Resino daba entrada a Jofre por Álvaro Antón por el costado izquierdo y mantenía a Sisi en el flanco derecho. La premisa era clara. Coke y Casado no podían galopar junto a la cal con la facilidad que acostumbran.

Colapsados en banda, los rayistas debían buscar el juego interior. ¿Cómo? Igual que Abel había dado indicaciones de sujetar el fuerte franjirrojo, Sandoval había convertido su doble pivote en dos sombras de los de enfrente.

Maniatados unos y otros, escasa era la brillantez del juego. No así las ocasiones. Mientras Piñeiro Crespo miraba hacia otro lado cuando los vallisoletanos le señalaban el punto de penalty, primero por la caída de Guerra y luego por la de Barragán; los vallecanos lo intentaban por medio de Andrija Delibasic y el argentino Armenteros.

Entonces, por segunda semana consecutiva dio frutos el trabajo que Abel lleva meses haciendo cuando echa el candado al entreno. Jofre, el hombre que quería ser titular, bota el cuero desde la esquina y Jordi aparece al primer palo y convierte con la testa.

Funcionaba la estrategia en el momento justo en que un sector de la grada debatía sobre si en verdad los goles al borde del descanso son o no psicológicos. Un aficionado zanjaba el debate espetándole a otro: “¿Y lo bien que saben?”.

“Este sí es psicológico”, recibió como respuesta. Habían transcurrido los tres minutos últimos del primer periodo, el cuarto de hora de asueto y los dos primeros abrir y cerrar de ojos de la segunda mitad.

Veinte minutos después del primer gol, descanso mediante, decidió responder a su compañero el aficionado, al ver como el tanto de Sisi llevaba las rodillas vallecanas al suelo y las manos a las cabezas.

Si con ello quiso dar por muerto al Rayo Vallecano, se equivocó. Como lo hizo Abel si creyó que aquel lamento era del que yace moribundo. Era, en realidad, el grito que profiere el campeón cuando recibe un golpe en la boca del estómago. Confunde y duele, pero también espolea.

El panorama cambió de forma radical en apenas cuarto de hora, el transcurrido entre el dos a cero y la lesión de Juanito. Entre medias, Delibasic lograba acortar distancias y atestiguar que un líder jamás se da por vencido.

Matabuena, el deseado, seguía calentando cuando Lass (nada que ver con el madridista) entraba al campo. A la tercera carrera del guineano se acercó al banco, donde se sentó Jofre tras ser sustituido por Álvaro Antón.

El canterano rayista recién entrado campaba a sus anchas en la zona de tres cuartos. Retirar a un extremo por dar entrada a Antón, era dejar vía libre para que Coke se sumase a la fiesta. El toque de corneta para los de los de Sandoval fue la entrada de Juli por Casado. Con Sisi fatigado, Barragán debía multiplicarse para evitar ser sobrepasado.

Entonces, sólo entonces, Matabuena entró al campo. Para sorpresa de propios y extraños, se colocó en la mediapunta. Ataques de entrenador. Según explicó luego Abel, la razón era Movilla. Como si olvidase que los goles se hacen en la portería, y no en la zona ancha.

El maldito resbalón de Matabuena dejó un pasillo para un enésimo pase hacia un costado. Una nueva superioridad vallecana en ataque terminó con el balón en los pies de Armenteros. Goleador en quince ocasiones, no desperdició el argentino la oportunidad de hacer el dieciséis.

Con Sisi diluido, Guerra y Antón desaparecidos y la mediapunta desaprovechada, poco margen – o ninguno – le quedó al Real Valladolid en pos de la victoria. El tanto, como el final del partido, fue celebrado por el Rayo Vallecano como si del ascenso ya se tratase. No era para menos, después de lo convulso de la semana y del esfuerzo realizado en busca de ese empate para ellos glorioso.

Empate con sabor a derrota para unos blanquivioletas que fueron de más a menos. Para unos vallisoletanos que tuvieron al líder a su merced y desperdiciaron una renta de dos tantos ante un rival que jamás perdió la cara al encuentro. Frente a un rival que, por más golpes que se lleve, mayores son sus ansias de triunfar. Cuestión de fe.

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