El Real Valladolid, en su afán por llevarse los tres puntos ante el Real Club Celta, termina sucumbiendo ante un rival de caras varias, todas ellas con hechuras de máxima categoría.

Desde la lontananza. Desde ahí ve hoy el Real Valladolid el sueño, la tierra prometida. A siete puntos, lo que para los pesimistas viene a ser un año luz, billón de kilómetros más, billón de kilómetros menos. Y todo después de recibir un castigo excesivo por tiempo y forma.
Porque caer en el último minuto hace que cualquier gallito pierda su careta y se quede con cara de pollo incluso cuando quien está enfrente es uno de los tipos duros del lugar. ¿A quién no le dolería perder el dinero del almuerzo después de echarle los arrestos de desafiar a uno de los matones del patio de recreo?
Puede decirse que el Real Valladolid también lo es. Probablemente. La cuestión es que ahora mismo no aparenta serlo. Parece haber agarrado un catarro incómodo, de esos que hacen que las secreciones nasales inunden fosas y puños. Y que éstos no golpeen con fuerza, claro.
Negar la mayor es carecer de sentido autocrítico, o bien pretender poner puertas a la mar. Que las tropas de Djukic andan escasas de munición es una realidad que se conocida aquí y en la China Popular, que diría don Josep Lluís. Y aun así, sin estar en plenitud de condiciones, pudieron llevarse los tres puntos.
De hecho, los blanquivioletas fueron dueños del partido en su primer tercio, primero del cuero y luego el marcador. Habían transcurrido apenas trece minutos cuando Nauzet aprovechó un buen balón en profundidad de Alberto Bueno para servir a Javi Guerra, que remachó a puerta vacía para poner a los suyos en franquicia.
Cumplida la primera media hora de partido, casi como si estuviese programado, dejó a un lado el romanticismo ñoño adolescente del no, tonto, juega tú con el que ambos contendientes en ocasiones flirteaban y empezó a hilvanar jugada con la fatalidad de que la buena combinación entre Orellana y Iago Aspas acabó en la meta de Jaime, que erró al intentar atajar.
Los vigueses dieron un par de pasos adelante, convertidos a la vuelta de vestuarios en tres hacia detrás. Pasaron de luchar con no demasiado ahínco por el esférico a dominarlo durante un suspiro, para luego cedérselo a Mehdi Nafti y Álvaro Rubio y resguardarse en su mitad del campo, sin terminar de agazaparse.
El Pucela, juguetón, quiso bailar pegado, pero no supo pegar. Como anfitrión se mostró ambicioso y fue a por el partido, aunque no con demasiada claridad. Así, la práctica totalidad de sus acometidas se perdían en la frontal, sin un pase vertical certero y sin un centro franco que pudiesen llevarse a las botas sus puntas.
El Celta, mientras tanto, parecía acomodarse cada vez más en la igualada, hasta el punto de terminar sin un delantero puro el encuentro. Pura fachada, a tenor del chispazo que Orellana casi convierte en el segundo gol tras una contra que habría sido letal de no ser por Mikel Balenziaga.
Sisi y Jofre, con el equipo ya a tumba abierta, pudieron dar los tres puntos a falta de instantes para el final a los locales, pero marraron sendas ocasiones, algo que no haría Joan Tomás en un contraataque que él mismo lanzó, en el que participaron Toni y de nuevo Orellana y que el mismo Joan Tomás convirtió en gol apareciendo en el segundo palo.
El tanto vigués tornó en buena la lectura de Paco Herrera -coqueto al principio, mandón luego e inteligentemente especulativo al final- y en demasiado castigo el resultado, pues si bien es cierto que quizá los de Djukic no merecieron meterse la victoria al zurrón, en ningún caso el juego demostrado dio señales de que mereciesen lo contrario.
La derrota, segunda consecutiva, hace que el conjunto celtiña -con hechuras de primera, la verdad sea dicha- se escape ya a siete puntos, que son en realidad ocho contabilizando el golaverage, renta difícil de recuperar pero en ningún caso imposible. Recuperando el tono físico y la frescura mental, el enorme margen que aún queda puede permitir que el sueño, por lejano que esté, siga vivo.
			