La celebración del gol de Óscar dio lugar a una muestra de afecto bajo la mirada inquisitiva de un trencilla, una señal de un amor olvidado en el fragor de la batalla, y sin embargo tan real como el fútbol, como la postrera victoria.
En sus pies de barro se esconde la pasión. Bajo su apariencia de dromedario tunecino, el infatigable anhelo de triunfo. No es Clint Eastwood, pero también frunce el ceño para aparentar ser intocable, perdonando vidas de trencillas y rivales.
Tan rudo y tan altivo, invita a pensar en una aspereza innata. Sobre el césped no hace amigos, ni tampoco prisioneros. Fuera de él, dos segundos le bastaron para erigirse kamikaze de un ascenso frustrado, en vestir un frac que en calidad de cobrador de sueños le debe muchas noches sin dormir y un ascenso por cumplir.
Fue el brujo que hechizó a un equipo que no era tal, el hechicero de Huelva. El hacedor de una unión que aún hoy pervive, y que quizá desde los tiempos en que en Zorrilla no había más que cebollos y mendrugos no era tan férrea como lo es hoy.
Cuenta la leyenda que antes de que un tal Amoedo se cruzase en su camino, Mehdi Nafti enloqueció tras un tropiezo inesperado en Huesca que le inyectó los ojos en sangre y le hacía repetir “yo tengo que subir, yo tengo que subir” pecheras en mano.
Lejos de granjearse enemistades, consiguió convertir su mantra en el de todos. Lástima que no fuese de todos todos, que no traspasase las orillas del Pisuerga y que en Valladolid pasase únicamente a la historia como el sueño de una noche de verano en que todos fuimos granadinos, en que todos odiamos a Albácar y Bordalás.
Con el ansia renovada un nuevo curso llegó, y con él un almirante serbio capaz de convertir al somosvalladolismo al mayor de los descreídos -en honor a la verdad, unos pocos se resisten, pero no son más que los apocalípticos de siempre-. Con él Nafti pasó circunstancialmente a retaguardia y los agoreros lanzaron al viento presagios de una revolución pendiente aún de arribar.
Por qué el franco-tunecino no se alzó en armas es vox populi: en su “tengo que subir” se encerraba un yo plural, una lucha colectiva hoy representada por el Somos Valladolid. Hizo ver a Djukic que contaba con su escudo y su lanza, y como el más voraz de los espartanos recobró su lugar de privilegio en la falange con la misma rapidez con que Jorge Alonso demostró ser un Efialtes cualquiera.
Las semanas pasaron. El Real Valladolid fue líder y titubeó; quien más empataba y quien menos perdía. Luchó -y lucha- por honrar a la historia del club mientras Nafti lo hizo -y lo hace- por volver al hábitat que él cree que le es natural, pero en mitad de la tormenta llegó una derrota que le hundió los ojos. Lo hizo el cansancio, pero también la tristeza de saberse mejores y de ver cómo el enemigo huía hacia la tierra prometida.
La retirada del hechicero a los vestuarios conmovió a todo el que con él se encontró. Curtido en mil batallas, nadie imaginaba en él a estas alturas el cristal del dolor. Y sin embargo, lloró, como hizo Clint Eastwood al ver caer en peso muerto y guardia baja a Maggie, la carne viva de su ilusión. “Pobre viejo cascarrabias”, murmuró el alma a los pies de alguno, sin saber que el final de Frankie y el de Mehdi no son iguales.
El dromedario tunecino siguió luchando, amedrentando al enemigo con el agitado respirar del ambicioso. Avatares del destino le han hecho volver a tomar posiciones retrasadas en la falange, a ceder protagonismo a ‘Míster Silencio’ Álvaro Rubio, pero nunca a abandonar; ni tan siquiera a retroceder. Es por ello que el fútbol le permitió cobrarse el pasado sábado la primera de las deudas que con él tiene.
Minuto noventa y dos. Desde un extremo de la formación alguien arroja un balón al área. La cabeza de Heartbreak Nine lo proyecta sin el tino final. Procedente de algún lugar lejano a la razón surgió la figura de un mago, que lejos de poner su chistera en boca de gol, puso su corazón y el de todo el que siente bien dentro al Real Valladolid. El éxtasis, como el grito de gol y el sueño de Nafti, es de todos. El premio, casi clandestino, también.
Impersonales objetivos buscan la imagen, el instante. Captan varias la ebullición de la sangre en el cuello de Mehdi, que semeja estar a punto de estallar. Menos paran el tiempo allí donde se produce un beso. Ante la mirada inquisitiva de un árbitro, tan carente de afecto como algunos creen al hechicero, los brazos de éste rodean al goleador, y sus labios acarician una de sus mejillas.
El beso de Mehdi, y no su vaso sanguíneo próximo a rebosar, refleja la pasión aprehendida por el músculo de miles de vidas, por el gol hecho con un escudo. Humilde alhaja otorgada por uno en nombre de muchos, afecto añorado en el filme de Clint, interpretación libre del amor de un padre a su hijo caído en nombre de Esparta.
El beso de Mehdi es la muestra de un cariño de muchos. El corazón de Óscar el sábado, el sentir de todos. La imagen de ambos frente al trencilla inmóvil, la forma de decirle al mundo que en Zorrilla no es necesaria la muerte para conocer el sentido de Mo Cuishle; que en Zorrilla el espartano lucha, pero también quiere en vida. Que en Zorrilla, en fin, la rudeza no está reñida con el afecto.
