Jesús Moreno hace referencia al fatalismo castellano, a Napoleón y a Lord Voldemort en una nueva columna de opinión perteneciente a la serie Líneas de cal.
La semana pasada Óscar González tuvo la valentía de decir, una vez más, que el Real Valladolid no debía de mirar a los de abajo, sino que su objetivo era siempre tratar de dar alcance a los equipos que le superan en la tabla de clasificación. Yendo más allá, hizo mención a la posibilidad de que el Real Valladolid se clasificase para jugar competición europea la temporada que viene.

Con esta expresión, nuestro Harry Potter particular hizo mención a ‘El-Que-No-Debe-Ser-Nombrado’, como si se tratara de Lord Voldemort; a esa competición que con el simple hecho de evocarla provoca que sobre el Real Valladolid caiga una maldición similar a la de construir un hotel encima de un cementerio indio y puede impedir no ya que el equipo pierda el partido venidero, sino que además caiga derrotado en los siguientes choques.
Al sambenito según el cual caemos derrotados por nuestra constitución genética de equipo analgésico para el rival que viene herido, se une ahora una superstición que nos retrotraería a la Castilla que dibujaba Delibes en ‘El Camino’ y en donde las mujeres ancianas se santiguarían con solo escuchar de algún joven decir que el año que viene jugamos la UEFA, pues son conscientes que esa conducta casi pecaminosa nada puede traer para el equipo que no sea la de bajar a los infiernos, y que cada uno de ustedes interprete como quiera ese descenso.
Imagino a Napoleón Bonaparte, solemne pero reflexivo, dirigiéndose al pueblo francés y pronunciar una de sus citas más célebres: “La victoria tiene cien padres, pero la derrota es huérfana”. O quizá no. Quizá, cuando dejó esa frase para la posteridad estaba apesadumbrado, lúgubre, con el gesto descompuesto tras el desastre de Waterloo, buscando entre sus mariscales de campo alguna mirada que no rehuyera la de su emperador y que fuera capaz de explicar el trágico desenlace para los intereses galos.
De lo que estoy seguro es que no estaba pensando en el Real Valladolid cuando sentenció de aquella manera, pues aquí siempre aparece un padre para cada derrota, o cien, capaces de atinar a la causa precisa de una derrota con comentarios y análisis cada vez más snobs donde se trata al fútbol como si fuera una rama más de las ciencias exactas, pero salteados, irónicamente, de afirmaciones cuasi esotéricas y supersticiosas que dejan poco margen a valorar que el fútbol no es más que un juego y tiene cierta dosis de azar que nada tienen que ver con éste o aquel planteamiento o con objetivos más o menos ambiciosos a final de temporada.
En el fútbol, como en la vida en general, no se puede poner más límite que el que el propio talento y esfuerzo tiene reservado. Hablar de objetivos ambiciosos no puede ser causa de una derrota, pues la competición europea no marca goles. Y, en cualquier caso, si de marcarse metas se trata no pueden ser otras que la que machaconamente repetía Luis Aragonés mientras golpeaba la mesa de una sala de prensa. Ganar y ganar y volver a ganar. Derrotar una y otra vez al rival que se ponga delante como objetivo máximo y, me atrevería a decir, único. Victorias que nos permitan erradicar un fatalismo por el que a Unamuno le dolería el Pucela y no España, y nos saquen de la mediocridad que supone mirar qué hacen los rivales que pululan por detrás del Real Valladolid en la clasificación. Triunfos que nos enseñen que Europa no es aquello que no debe ser nombrado sino un objetivo al que aspirar, posible y real.
