El Real Valladolid se impone por cero a tres al Pontevedra en el primer amistoso de la pretemporada

El ‘Rubi Team’ ya está en marcha. Su maquinista sonríe. Y no es para menos, ya que el primer simulacro de competición se saldó de manera positiva, con la consecución del XXXVIII Trofeo Ciudad de Pontevedra. No es que el titulillo sea la panacea o asegure el éxito a final de temporada, pero como comienzo tampoco está mal, porque la ponderación se ha de hacer de todo.
Es verdad, el Pontevedra Club de Fútbol es un equipo de Tercera. No es menos cierto que lleva trabajando una semana, apenas, o que se han ido algunos de los puntales del conjunto que se quedó a las puertas del ascenso a la Segunda División B. Pero, sin poder elevar el envite a la categoría de final, sí fue un rival digno para empezar a poner en práctica lo ensayado hasta la fecha.
El resultado, de tres a cero, fue lo de menos, y del camino hasta él no se pueden extraer demasiadas conclusiones, aunque sí dejó varias cuestiones de interés, como la capacidad del equipo de adaptarse o mutar según la conveniencia o necesidad del momento. Dicho de otro modo: el Real Valladolid fue capaz de jugar de diferentes formas en diversas fases del encuentro.
Empezó llevando el peso, por medio de la posesión, fluida, y de una presión elevada, que permitió que en ocasiones se viera a tres blanquivioletas encimar a dos granates a no más de veinte metros de su portero. De esta manera llegó el primer gol, obra de Roger, tras un pase defectuoso en la salida de balón del rival que acabó en los pies de Sastre, fruto de una buena presión.
La primera muesca en el revólver de ‘Billy el Niño’ llegó al cuarto de hora de encuentro, y pudo no ser la última, ya que Edu desbarató alguna de sus ocasiones y él mismo marró o fue incapaz de llegar al remate en otras. Con todo, se mostró muy activo. Cayó con frecuencia a la izquierda, donde creó superioridades con Omar y Peña, vino a asociarse con Jorge y con la media, empujó a los centrales y estiró el campo…
Fue, quizá, el principal exponente del juego del equipo; no tanto porque fuera el mejor como porque aunó todo aquello con lo que Rubi quiso experimentar. Así, cuando el Real Valladolid dio un paso atrás en la presión, él también mutó, y pasó de convertirse en el principal incordio de los centrales granates a ser un estorbo, pues el equipo, junto, se replegó en campo propio para intentar enturbiar el juego rival. Y, cuando recuperaba, atacaba distinto; directo.
El Pucela fue solvente –como poco– en este juego de dos caras. Demostró brillantez en las posesiones largas, siempre en espacios reducidos, gracias al acierto en el juego de posición. Dibujó continuos triángulos en el manejo del balón y encontró casi siempre al hombre libre cercano. Cuando no, el hombre alejado se convirtió en aliado, gracias a que los apoyos fueron siempre de la mano de rupturas en largo.
El 4-2-3-1 de base se convirtió fue líquido y se llegó a asemejar a un 4-3-3 o un 4-1-4-1, dada la diferente altura de los mediocentros y los extremos en según qué circunstancias. Leão ejerció de ‘cuatro’, Jorge Hernández estuvo por momentos muy próximo a Lluís Sastre, Omar y Jeffren fueron anchos y profundos, en ocasiones, y otras se juntaron con los de dentro para favorecer el vuelo de Carmona y, sobre todo, Carlos Peña.
En el repliegue, que jamás fue intensivo, la correcta ocupación del terreno impidió que el Pontevedra fuera apenas capaz de hilvanar, lo que permitió que Dani Hernández casi no tuviese trabajo. El bagaje ofensivo local se ciñó, en la primera mitad, a un disparo de falta directa que se fue fuera por poco y a un par de saques de esquina que no encontraron rematador franco.

El descanso, más que nunca, fue un impás. La fatiga, que ya se había hecho notar en el tramo final del primer periodo, hizo que el Real Valladolid bajase ligeramente el ritmo, hasta que, a la hora de partido, Rubi introdujo una batería de cambios.
El once inicial, formado por Dani Hernández; Carmona, Rueda, Samuel, Peña; Leão, Sastre; Jeffren, Jorge, Omar; y Roger dio paso a Julio; Chica, Valiente, Casado, Chus Herrero; Rubio, Anuar; Óscar Díaz, Sastre, Bergdich y Sekou.
En la media hora final el equipo se volvió a soltar el pelo, principalmente gracias al ruidoso Zakarya Bergdich, a la voluntad de Anuar y al masterclass de Álvaro Rubio. El Pucela, entonces, se convirtió en una especie de híbrido de lo antes visto, pues alternó el juego combinativo y fluido, encarnado por Rubio, con las conducciones de Anuar y con la búsqueda en largo a ‘Caballo Loco’.
El franco-marroquí, que tiende al desorden, alteró a la defensa del Pontevedra, incapaz de contrarrestar su velocidad, y marcó los dos últimos tantos. Quebró así la seguridad de una zaga que había visto hasta entonces cómo los de blanco y violeta se preocupaban más de los medios que del fin. Como debía ser, vaya; que, al fin y al cabo, para eso están estos encuentros.
Volviendo a Bergdich, la maniobra preciosista del segundo de los goles hizo que incluso la parroquia local aplaudiese a rabiar –en Pasarón siempre ha gustado lo excéntrico; el año en que el Valladolid lo visitó por última vez se disfrutó al nigeriano Yobo, autor del penalti más flagrante jamás ignorado ante Aduriz, a Paco Bazán, un portero-modelo peruano, a Adinolfi, un charrúa que solo sabía sacar de banda, a Rey, capitán de Venezuela y versión ‘telenovela’ del último Beckham, las chilenas de Charles y, cómo no, las rabonas de Capdevila–. Cosa de gallegos; buenos samaritanos.
Contra la Cultural de Areas, el Real Valladolid tiene otra ocasión de continuar testándose. Será la última prueba del stage veraniego, pues al acabar llegará el momento de decir ‘chao’ a Galicia –los gallegos nunca dicen adiós– y volver a la capital del Pisuerga, donde el equipo ha de seguir ahodando en lo visto ante el Pontevedra y en lo que previsiblemente se verá ante la Cultural de Areas.
