Relato finalista del I Concurso Literario Blanquivioletras, escrito por Javier Borro Fernández
La vida, a partido de ida y vuelta, el bautismo de fuego del principiante bisoño que sale en vuelo regular y aterriza sobre una aduana siniestra con paredes de color beige, y un policía de gorra descomunal controlando los pasaportes de los exóticos pasajeros. Jugoslavija reza el cartel de bandera tricolor, y unas letras en cirílico dan la bienvenida –o al menos eso parece–.
El equipo blanquivioleta de nuevo en el cálido Mediterráneo, pero esta vez no es para visitar el Luis Casanova, el Camp Nou o el Luis Sitjar; se trata del Stadion Kantrida, un terreno desconocido y hostil que se alza en los confines del Adriático, allí donde se alía Neptuno con Marte, los dioses del mar y de la guerra enseñando sus colmillos despiadados más allá de esas nubes negras que amenazan aguacero; la técnica de los suramericanos de los mesetarios contra la garra de los muchachos croatas, que así se hacen llamar en este crisol de pueblos eslavos que piensan tan diferente, algunos hablan de polvorín balcánico, aunque seguro que exageran.
En la ida se salvó el partido por la mínima manteniendo la puerta a cero, un resultado aceptable para estos torneos, que exigirá al equipo calar la bayoneta y parapetarse en las trincheras; el autobús traslada a la escuadra a un hotel que ya dejó pasar sus mejores años útiles, situado a pie de una playa de arena negra que no invita ni al chapuzón ni al esparcimiento.
Un póster ya algo descolorido recuerda al sonriente equipo croata, campeón de Copa yugoslava en 1978 y 1979, en él los caracteres son latinos, pero igualmente ininteligibles cuando se unen entre sí, estamos cansados y nos retienen tres cuartos de hora en el vestíbulo del hotel antes de subir a las habitaciones, parece que la guerra psicológica ya ha comenzado, y aunque se trate tan solo de la primera ronda, hasta el último botones del hotel está al corriente de la necesidad de la escuadra local de dar la vuelta a la eliminatoria. Es sin duda el mejor escaparate internacional para unos jugadores desconocidos.
Borroso amanecer de primeros de octubre, las nubes ya se han roto y mojan los cristales en el comedor; muchos agricultores en Castilla agradecerían estas lluvias otoñales, pero aquí el míster se pregunta por el drenaje del campo, un patatal perjudica al equipo técnico, que se supone que somos nosotros, aunque tampoco viene mal para defender un resultado, como es el caso. La visita de médico al Kantrida refuerza el presentimiento pesimista, el campo va a estar pesado y no podemos ni entrenar, además hay que comer pronto porque el partido lo han puesto casi a la hora del café. Sigue lloviendo y anochece pronto.
Llega el momento de saltar al campo; la pista olímpica de atletismo parece distanciar al público, pero los aficionados son ruidosos y se apiñan bajo la única visera que apenas arropa a unos pocos, repartidos por todo el óvalo cientos de paraguas soportando la lluvia fina pero incesante; ‘El Polilla’ se ha quejado del césped, que en esas condiciones es difícil jugar, pero no hay disculpa que valga y ya con noche cerrada empieza el match.
Casi sin tiempo de colocarnos, su delantero dispara desde fuera del área, el balón bota en un charco y ‘El Loco’ se la come: eliminatoria igualada y solo acabamos de empezar. Jarro de agua fría, como dicen los periodistas, caras largas y a seguir compitiendo, también dicen que esto es cómo acaba. Pero ellos siguen con su acoso, y mediada la primera mitad su lateral enchufa un cabezazo imponente al fondo de las mallas. Desolación. Nada que decir, nos están noqueando y ya nos superan en la eliminatoria, los violetas nos venimos abajo ante este equipo blanco que maneja el balón con la veteranía de un campeón de Europa.
Mas en un golpe de suerte, el balón le cae de rebote a Pepe Moré que remata con precisión quirúrgica a la portería del Rijeka, estableciendo el dos a uno; parece increíble pero estamos de nuevo dentro del partido, contentos como un niño el día de su cumpleaños, disfrutando y moviendo la pelota con paciencia y sabiduría. Hasta ‘El Loco’ ha salido dos veces de puños conjurando el peligro, y aguantamos con fe hasta el final de la primera parte. Sin hacer casi nada, los que mandamos ahora somos nosotros.
En el descanso los aficionados nos llaman de todo, vuela un mechero, algunas monedas de céntimo, y la enorme pared rocosa que cierra la grada descubierta acongoja a todo aquel que pueda pensar que es fácil salir victorioso en ese campo azotado por todos los vientos que desató Eolo. Pesan como odres los gemelos, y sacudimos con ferocidad el barro imbricado en los tacos de acero.
La única consigna del míster: defender el resultado y mandar balones largos ‘El Polilla’, a ver si caza alguno, hay que resistir como 450 años atrás lo hiciera el Tercio viejo de Nápoles del castellano Francisco Sarmiento en el asedio de Castelnuovo, apenas a doscientos kilómetros al sur del lugar en que nos encontramos, aguantando las fieras embestidas del infiel Barbarroja hasta la última instancia. Vencer o morir.
Los empleados del club achican agua con el rodillo; ellos ya nos esperan con los cuchillos afilados cuando salimos briosos al campo, cuarenta y cinco minutos para la epopeya o para la tragedia. Los croatas corren como lebreles, entran raudos por ambas bandas y cuelgan balones al área desde el primer minuto; la defensa de cinco hombres resiste con hidalguía, aunque cada vez cedemos más terreno al enemigo, que parece disparar con fuego de mortero. Se produce una jugada dudosa en nuestra área, cae desplomado el arquero y su ariete mete el pie: tres a uno, desolación, ellos corren a abrazarse, mas el colegiado sorprendentemente anula el gol por falta previa.
El melón está maduro ya, un minuto después, Fegic fusila y sentencia la eliminatoria; bajamos los brazos, Barbarroja derriba la muralla y ya sólo un milagro nos librará del infierno, una muerte segura. Cuando el partido agoniza, y tras saque de esquina llega el cuarto, un despiste imperdonable, la sentencia que nos deja a merced del infiel; ya no llueve, tan solo queda el lamento de esa primera experiencia europea.
Los croatas nos saludan con caballerosidad, aún no saben que en la siguiente eliminatoria la diosa Cibeles les hará sufrir algo parecido a lo que nosotros sufrimos en su terreno de juego, donde Neptuno afila su tridente; la vida en un partido de fútbol, y la muerte que por fortuna se convierte en gloriosa resurrección cada domingo. El Tercio de Nápoles descansa en paz en Castilnuovo, pero nosotros regresamos a Zorrilla –estadio literario donde los haya- para continuar la batalla de cada temporada. Un lustro después, el Tercio viejo blanquivioleta volvería con más fortuna al Mediterráneo…
			