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En la ría

por Redacción
14 de octubre de 2015
en Noticias
Imagen: Rosa M. Martín

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Relato participante en el II Concurso Literario Blanquivioletras, obra de Alejandro Ruiz Criado (Valladolid)

 

Uno, dos, uno, dos… Agua que salpica la cara. Gotas finas. Al final, cuando termina, con la cabeza dentro de la piragua, es difícil de saber si el sabor que tiene en torno a los labios es sudor o sal marina.

Continúa. Uno, dos, uno, dos… Aguantando el ritmo. Ese es el secreto. Hay gente, a los que ha  vencido, que piensa que lo importante es la velocidad. Mentira. Piensan que la liebre gana a la tortuga, pero el griego demostró que no.

Así que hay que concentrarse en el ritmo. Da igual que su salida  o su llegada no sean rápidos. La carrera tiene un principio y un final, eso es cierto. Pero la río es larga, y no se gana solo con uno de esos dos momentos. Se gana desde el momento en el que  comienzas a remar hasta el último instante en el que paras. Solo hay que saber eso para ganar. Él lo sabía. Él ganaba siempre. Desde que había tenido edad para remar el solo.

Nunca había tenido entrenador; nunca lo había necesitado. Todo lo que requería saber para ganar lo había aprendido en la lechería. Ayudando a su padre a ordeñar vacas.

Hay que hacerlo con paciencia, le decía siempre. La leche tiene que salir toda de golpe, hay que tratarla con cariño. Además la vaca podría darte una coz si la hicieses daño. Solo había que acostumbrarlas con… ritmo.

Por eso empezó a remar; porque le alejaba de las paredes sombrías del pueblo. Y, porque era lo mismo que ordeñar. Al fin y al cabo la leche y el agua son dos líquidos; uno había que moverlo de sitio y sobre el otro tenía que deslizarse él. Era sencillo.

Pertenecía a un equipo. De lo contrario no hubiese podido participar en las competiciones. Pero siempre entrenaba solo. Mucho más pronto que el resto. El resto le molestaba. Solo sabían correr entre ellos. Él, ya sabía que era el más rápido. Esas carreras le distraían.

Salía al mismo tiempo que el sol  por la orilla opuesta de la ría. Justo después de ordeñar las vacas. Con ganas de cambiar el tacto flácido de las ubres, por la rigidez del remo.

Acababa, sudoroso, cuando el resto de sus compañeros de equipo aun estaban entre sus sábanas. Por eso ganaría esta vez de nuevo.

La carrera era el domingo por la mañana. El tiempo sería agradable.

El sábado recogió su piragua del embarcadero que estaba al lado del ayuntamiento. Tenía la cabeza dentro de la embarcación, solo veía apenas medio metro por delante de sus pies. Sus brazos la sostenían con fuerza, llevándola en vilo para que no apoyase sobre sus hombros.

Notó una mano en su hombro. Una mano suave. Se quedó quieto, sin moverse de la posición en que estaba. Era como un ser extraño, con una enorme cabeza alargada.

Tienes brazos fuertes, dijo una voz de mujer. ¿Podrías ayudarnos? Uno de los jugadores se ha roto un brazo y necesito a alguien para que nos ayude en el partido de esta noche. Es fácil, solo tienes que ser tan fuerte como pareces… Te pagaré bien.

No dudó: Allí estaré.

El juego acabó a media tarde en el Estadio José Zorrilla.

A las doce de la mañana siguiente su piragua estaba seca y la carrera había acabado hacía unos minutos.

Ganó un muchacho de un pueblo cercano. Él estaba dentro de la pequeña furgoneta del equipo de fútbol. Camino de Madrid. Muy lejos de su río.

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