Hablar de Martin Scorsese es invocar a uno de los grandes del cine. Una filmografía que combina genio, riesgo y una capacidad inagotable para retratar la ambición humana en su versión más visceral. Incluso si hubiera algo parecido a obras menores en su trayectoria, las películas de Scorsese y todos sus elencos rezuman talento por todos sus poros. Aunque, si uno se ciñe a sus producciones más recientes, una de sus cintas brilla con algo más de luz.
Como todo el buen cine de Scorsese, no deja indiferente a nadie, pues para algunos es una burla salvaje del capitalismo y para otros una celebración escandalosa del dinero y del desenfreno que puede llevar consigo. El lobo de Wall Street, una auténtica obra de arte y montaña rusa que mezcla sátira, adrenalina y locura, es una de sus obras más llamativas. La película, estrenada en el año 2013, sigue siendo hoy una clase magistral de ritmo, tono y desparpajo y de interpretación de cada uno de sus actores y actrices. Un ejemplo para las clases de interpretación, sin duda, para los más jóvenes.
Más allá del lógico debate sobre si Scorsese critica el sistema o simplemente lo exhibe con tanto brillo que resulta imposible no disfrutarlo, lo cierto es que esta cinta, que retrata la vida de Jordan Belfort, un corredor de bolsa estadounidense excelentemente interpretado por Leonardo DiCaprio, se ha convertido en un icono cultural para varias generaciones. Y las que vendrán.
Lo que realmente parece menos sorprendente es que el propio rodaje estuvo a la altura del delirio que retrataba Scorsese dentro de la película. Más allá de que el proyecto cambiara de manos varias veces, pues Ridley Scott llegó a sonar como director de la obra y la propia Margot Robbie pudo no ser la elegida para el personaje de la pareja de Belfort, el rodaje y los procesos mostraron situaciones que, una vez estrenada la película, fueron saliendo a la luz.
El lobo de Wall Street: improvisación, caos en escena y vitamina D
El rodaje fue todo un hervidero de improvisaciones y escenas que se alargaban hasta lo inverosímil gracias a la libertad que Scorsese dejaba a los actores y actrices participantes. El director, lejos de reprimir ese exceso, lo convirtió en un estilo que le dio un aire diferente a una película que, de por sí, perseguía ese caos en pantalla. De ahí nacieron algunos de los momentos más importantes de la película, que más allá de ser espontáneos, quedaron en la cabeza de los espectadores para siempre.
Una de las más llamativas fue, precisamente, el ritual de golpes en el pecho que Matthew McConaughey se sacó de la manga para una de sus escenas con DiCaprio. Una simple práctica vocal del actor se transformó en símbolo inefable del ego corporativo. Pero hubo más, pues Jonah Hill, por su parte, acabó visitando el hospital tras meses esnifando polvo de vitamina D, el sustituto habitual en rodajes para simular la cocaína durante las tomas. Puro método, pura locura y puro realismo en pantalla.
Pero lo cierto es que todo en El lobo de Wall Street rezuma ese exceso que quería mostrar Scorsese. Desde el dinero al sexo, pasando por las drogas y el ritmo frenético de una puesta en escena colosal y que no concede respiro al espectador en las tres horas de duración de la película. Un frenesí visual tras el que se esconde una ironía muy propia de Scorsese, donde el éxito devora al hombre en una fiesta con resaca moral adherida. Martin Scorsese logra en esta película, una vez más, que el público disfrute de un viaje en el que se logra olvidar que se está ante una fábula sobre la corrupción absoluta de eso que llaman el sueño americano.
