Hay noches en las que Galicia parece contener la respiración. El viento cambia de tono, las sombras se alargan y los caminos parecen más antiguos. El rumor del mar trae un eco que no es solo de agua, sino que trae voces, historias y canciones que los abuelos han contado a lo largo de los años al calor del fuego de una noche especial. Y no, no es Halloween, sino la conocida como noche del Samaín.
Esa noche en la que la frontera entre vivos y muertos se disuelve para que los espíritus, dicen, puedan cruzar para visitar a los suyos. Antes de que Halloween nos invadiera con el truco o trato, los celtas ya celebraban este rito en las que hoy son tierras gallegas. En el fin del verano, el cierre del ciclo agrícola y el comienzo del nuevo año daban lugar a que se encendieran hogueras para guiar a esos espíritus benévolos que podían acompañar a los vivos y, a la vez, alejar a los malignos que pudieran arruinar los sueños y las ambiciones de estos.
Los druidas ofrecían alimentos a los dioses del bosque y las familias dejaban el fuego del hogar encendido por si los antepasados querían regresar una noche más a visitarlos. Así es como nació la costumbre de cubrirse el rostro con máscaras, una tendencia que, según cuentan, se lleva a cabo para poder confundirse entre las almas errantes y evitar ser reconocidos por ellas. Durante siglos, esa tradición sobrevivió en silencio, oculta entre los Magostos, las noches de difuntos y las leyendas transmitidas de boca en boca.
Galicia nunca olvidó del todo al Samaín, aunque el mundo moderno tratara de disfrazarlo con otros nombres y nuevas tendencias recorran el país. En las aldeas, los mayores seguían hablando de la Santa Compaña, una procesión de ánimas que recorre los montes avisando de la muerte. Historias que dan escalofríos que se siguen viviendo y contando entre la niebla y las campanas. Toda esa tradición ha seguido latiendo, como una llama que se niega a ser apagada.
El despertar del fuego antiguo en Galicia
Hace unos 35 años, un grupo de vecinos de Cedeira decidió devolverle su esplendor a esa noche mágica y recuperaron las calabazas talladas, los ritos de fuego y el espíritu comunitario que unía a todo el pueblo. Desde entonces, su celebración se ha convertido en una referencia nacional y un espacio en el que se desarrollan talleres, desfiles, casas del terror, meriendas con queso y miel y concursos de calabazas, para que, al caer la noche, un casco histórico iluminado solo por las luces temblorosas de las llamas devuelvan la vida al Samaín.
Y no es el único rincón de Galicia donde revive, pues en Quiroga, el Quimedo convierte ocho casas en túneles del terror con casi un centenar de actores, y las entradas se agotan cada año para poder vivirlo. En Catoira, la “procesión das caveiras” apaga las luces del pueblo para que los vecinos caminen por als calles a oscuras, guiados solo por las calaveras iluminadas, mientras la Banda Municipal, vestida de ultratumba, acompaña con melodías inquietantes mientras la Escuela de Teatro dramatiza escenas de miedo.
Cada una de estas celebraciones demuestra que el Samaín es mucho más que una fiesta. Es una forma de mantener vivo el vínculo entre generaciones, un recordatorio de que Galicia sigue siendo tierra de leyendas, de supersticiones y de respeto por lo invisible, donde cada calabaza encendida es una ofrenda hacia el pasado y cada hoguera un mensaje de bienvenida para los que ya partieron.
 
			