Julio repasa sus doce años como guardameta del Real Valladolid

Los niños siempre dicen la verdad. Cuando Julio, aquel chaval que jugaba al fútbol sala en el colegio, en el Centro Cultural Vallisoletano, dijo que quería ser delantero, no sabía que estaba faltando a aquel dicho. Trece años después, un delantero se encontraba enfrente de un portero. En juego, el ascenso a la Segunda División B. Aquel niño no era el que tenía la pelota en sus pies. Era, justamente, el que detuvo el lanzamiento.
Para llegar a defender la portería del Real Valladolid, intermedió un periódico. El tío del hoy guardameta del filial llegó a casa con él debajo del brazo. En su interior, una noticia señalada. El equipo de la capital del Pisuerga abría las pruebas para formar parte de la cantera blanquivioleta. “Me dije a mí mismo: voy a hacerlas, a ver qué tal”, comenta hoy con melancolía.
Unas pruebas que serían para tener licencia para goles, algo que apoyaba su tío pero no tanto su padre. “Mi tío me apoyaba en la decisión de ser delantero, porque tenía mucha calidad, pero mi padre me dijo que no iba a tener futuro”, explica. Entre ambos extremos, Julio hizo caso a la apuesta de su padre: “Métete a portero mejor, hazme caso”.
El cambio era grande. Pasaba de querer meter goles a pararlos. Y no detuvo ningún balón. “Lo hice horrible y creía que no me iban a coger”, reconoce el meta. Sin embargo, apareció la persona que iba a cambiar su carrera futbolística. Un entrenador empezó a realizar lanzamientos, cosas específicas para portero. Y ahí, sin nervios, Julio demostró que valía.
Los hermanos Julio y Juanma, de quienes Julio guarda un grato recuerdo, fueron los entrenadores que le dieron la base en el Benjamín –donde permaneció un año– y Alevín B –otros dos–. “Son los que más me han marcado, unas bellísimas personas y la verdad es que me vino muy bien”, dice sobre sus primeros años en Los Anexos.
Al llegar al Alevín A, llegaron las primeras recompensas. Fue a la selección de Castilla y León (donde quedaron terceros) y al Campeonato de España sub 12. Según avanzaba, pasó por el Infantil B, donde estuvo a las órdenes de Juan Carlos, posteriormente en el Infantil A, con Félix Toral de la Fuente, para volver a estar con Juan Carlos en el Cadete B. Al concluir su etapa en el Cadete A, no había disputado muchos partidos, pues alternaba titularidad con el otro portero.
Algo parecido le sucedió en su etapa como juvenil, donde vio luces y sombras. “Con Pereira jugué y estuvimos a punto de meternos en Copa del Rey; no lo conseguimos por un punto”, lamenta ahora Julio. La primera vuelta de la campaña alternó con el otro portero mientras que en la segunda, la suplencia le esperaba. “Facundo tenía que jugar y en ese momento, yo me quedé sin motivación“, comenta Julio.
Sin embargo, lejos de decir adiós al deporte al que dedica su vida, se hizo fuerte de cabeza. “Me convencí de que era mi último año y que tenía que darlo todo en los entrenamientos”, esgrime. Si se hubiera dejado, si no hubiera entrenado fuerte, si hubiera dejado de luchar por el sueño. Todas son condicionales. No lo hizo. Y no ha terminado jugando al fútbol “con sus amigos”, bromea el cancerbero.
El salto de juvenil a senior se dio hace dos temporadas. La primera de ellas con un sabor amargo. No fue el hecho de que Rodri jugara casi toda la temporada, sino que, cuando se hizo con la titularidad, una lesión le apartó de los terrenos de juego. “Tuve esa mala suerte, me rompí el menisco”, lamenta. Un sabor amargo que ya se ha disipado de su boca. Tragar saliva y seguir adelante.
Trece años después, ya no quería ser delantero. Ya era portero. El año en el que ha explotado, jugando casi toda la temporada y consiguiendo el Zamora. Gracias, en parte y como él mismo reconoce, a la confianza que depositó en él Torres Gómez. “Esa confianza me ha permitido dar el salto que me ha dado la posibilidad de entrenar con el primer equipo”, finaliza el guardameta. Definitivamente, cuánto saben los padres. El suyo tenía razón. “Métete a portero, te irá mejor”. Dicho y hecho.
