El Real Valladolid se despide de 2017 con sufrimiento, tras vencer al Real Zaragoza (3-2) después de colocarse con tres goles de ventaja. Después de dos victorias consecutivas llega el parón
Tendríamos que aprender de la Premier. No tanto por la dichosa tecnología que aún no nos ponemos de acuerdo sobre si daña o no el fútbol (eso queda para los debates de bar, con b), sino por un detalle en el que todos los verdaderos amantes del fútbol estarán de acuerdo o, al menos deberían estarlo: Es necesario el fútbol en Navidades. Y después de asistir a Zorrilla, todo el mundo lo tiene claro: nadie quiere vacaciones; nadie quiere que esto pare. No ahora.
Tras dos meses interminables, en un bache en el que parecía que se despediría el 2017 sin sumar una mísera victoria, de repente el Real Valladolid ha encadenado dos. Así es este equipo. Quizá algo de de culpa tuvo la pronta llegada de Papá Noel al estadio José Zorrilla el pasado sábado, vestido para la causa y portando el mejor de los presentes: un triunfo indiscutible, como fue el del Lorca. Lo que no imaginábamos es que en ese paquete había otra sorpresa.
Un regalo no tan básico, no tan claro, más bien ambiguo. Uno de esos paquetes que por fuera parece una cosa y por dentro acaba siendo otra totalmente inesperada, a medida que se va desenvolviendo. El Pucela es experto en eso. Cuando parece que se avecina un partido plácido, se convierte en un suplicio. Una especie de pesadilla antes de Navidad si no llega a ser porque el Real Zaragoza no empató en el descuento, pese a que muchos lo auguraban. Seguro.
El Real Valladolid superó a los maños a su manera, es decir, con sufrimiento. No sería justo acabar 2017 sin morderse las uñas en el tiempo de prolongación. Da igual que los de Luis César se col0caran tres cero en el minuto treinta y siete porque la opción de no sufrir no se contemplaba en ningún caso. Sin ir más lejos, al minuto siguiente –el 38– la ventaja de tres goles ya se había minimizado en dos.
Todo ello pese al buen arranque. A los cuatro minutos, Mata atravesaba la banda izquierda como si de un extremo se tratase y asistía –no se sabe muy bien a quién– para que Anuar acabara transformando el uno a cero. Y en la siguiente jugada de ataque: el segundo. Otro centro –esta vez con la absoluta certeza de que no tenía receptor– que Mikel González se encargó de introducir en su propia puerta, sellando el mejor arranque posible para los pucelanos.
Y hasta ahí la participación del Real Valladolid en la primera parte –al menos en cuanto a posesión se trata–. El Zaragoza cogió la manija, eso sí, sin peligro ninguno. Proponía, pero no materializaba. Como el que ladra pero no muerde. Como el que aprieta, pero no ahoga.
Y si dejas vivo al adversario corres el riesgo de que seas tú quien acabas muerto –o medio muerto, si es el Pucela el encargado de ejecutar–. En una jugada desbordante de Plano, asistió a Mata y puso el tercero, pero al minuto siguiente Borja Iglesias, tras un sinfín de rebotes en el área blanquivioleta, recortó distancias.
El Pucela, atrevido pese a la ventaja
Los locales aguantaron el botín hasta el descanso, pero con una defensa muy afianzada atrás. Demasiado. Lo que hacía presagiar un segundo acto de sufrimiento desde el primer instante. Todo lo contrario. Aunque fuera a base de contragolpes, que era la opción más factible que dejaba una defensa maña que se vio obligada a adelantar líneas, el Real Valladolid se gustó. Con Mata de comandante. En algunos instantes dio la sensación de que Benzema había aterrizado en Zorrilla, para dar una clase de control de balón y juego de espaldas. Y además, preciso de cara a puerta, con dos nuevos goles, sin olvidar el detalle de que fueron anulados –con un linier con vista de lince, en alguna jugada quizá demasiada–.
Mereció el doblete, al igual que su equipo que opositó para al menos marcar un gol más. Pero, para variar, el tanto que llegó fue el del rival. Un penalti cometido por Kiko Olivas, tan claro como absurdo –ya que el ariete del Zaragoza se encontraba de espaldas–. Gol y a sufrir.
Pero quedó en eso, en un susto. Como otras muchas veces. Un pequeño infartito para los 5.559 espectadores que acudieron a Zorrilla sabiendo lo que se les venía encima: frío y sufrimiento, hasta el punto de que en el descuento ya no sabían si temblaban de frío, de nervios o de miedo de un empate que habría sido tan amargo como el carbón.
Por fortuna –o por generosidad–, el Papá Noel blanquivioleta dejó en el feudo blanquivioleta dos regalos en formas de victorias. Una más cómoda que otra, pero nunca hay dos regalos iguales y no tiene por qué ser más bonito uno que otro. Veremos qué tal carácter presentan los Reyes Magos cuando el Real Valladolid visite el Sadar. Pero eso ya será otro año. Habrán pasado las Navidades. Qué lástima que lleguen ahora.