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Mar de lágrimas bajo el fuego enemigo

por Jesús Domínguez
29 de abril de 2014
en Noticias
Rafinha y Bergdich || Foto: Real Valladolid

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Zakarya Bergdich
Zakarya Bergdich

La soledad debe ser eso. Llorar, siendo adulto, cuan si fueras niño. Hacerlo a solas, aun en compañía, sin el abrazo compasivo de un amigo. Sentir el frío que recorre tu cuerpo mientras manan las lágrimas y a tu alrededor nadie repara en ti. Hacerse hombre, madurar, crecer, debe ser algo así. Errar, sufrir; sentir cuán inmisericorde es quien te rodea.

Cuando la desazón te embarga, y esto lo sé por experiencia propia, lo menos que deseas es que te envuelvan los brazos de un ser querido. Sucede que a veces no ocurre, y la pena ahonda en el alma, y te rompes con el llanto de un niño.

Definitivamente sí, la soledad es eso. Yo la pude sentir en el sepelio de un ser querido, manos en los bolsillos, doblado de dolor. No hubo nadie –y no culpo a mi familia– que me ofreciera consuelo, aun cuando habría agradecido el tierno mimo de un pingüino, corto y frío. Por eso, por más que el contexto sea diametralmente distinto, es difícil no empatizar con Bergdich; no sentir lástima por quien, acompañado de no menos de diez personas, fue presa de la tristeza y el abandono tras ser sustituido en la goleada ante el Real Club Celta.

La imagen, descorazonadora, se repitió como ese fuera de juego dudoso, en el que un milímetro decide si el línea debe ser sometido o no a la pena capital. Fue fiel reflejo de lo que es el Real Valladolid, un ente alicaído, cuya alma siente la nostalgia de unos tiempos mejores que ni siquiera han sido buenos en lo que va de curso.

La impotencia y la pena todavía no se han adueñado del entorno como lo hicieron del lateral, pero, para ser sinceros, amenazan con hacerlo si la situación no cambia. Y, hoy, parece difícil creer que lo hará. Quizá mañana quien escribe piense otra cosa, pero, después del varapalo sufrido en Vigo, hay pocos clavos a los que agarrarse aun siendo el más enfervorecido cofrade de la Santa Hermandad del Clavo Ardiendo.

Si de verdad el fútbol es un estado de ánimo, tal y como decía Jorge Valdano, el Real Valladolid necesita urgentemente ser tratado por la depresión que personificó en el banco ‘Caballo Loco’. Pero no ya por su lloro, sino por lo que escenificó en el verde. A pesar de las tres ocasiones claras que marró el Celta en el primer tramo de encuentro, no se puede decir que el inicio fuera malo. Pero luego… Ay, luego.

En uno de esos puntos álgidos que cualquiera en su situación experimenta, se pudo poner por delante por medio de una oportunidad fallada por Daniel Larsson. Sin embargo, el Celta montó la contra y golpeó primero, puñalada que los de Juan Ignacio sintieron certera. Fue tan dolorosa que, cuando aún no habían vuelto en sí, Charles elevó un poco más el umbral de sufrimiento con el dos a cero.

Entonces, los blanquivioletas, cariacontecidos, lamentándose del varapalo, comenzaron a vagar como alma en pena. Lo que no quiere decir que no corriesen, ojo. Pero de ello hablaremos después. Facilitó el resultado favorable que el Celta se sintiera cómodo, después de un inicio de encuentro en el que en su área se mostró tan dubitativo como desacertado en la del rival.

Diecisiete días después, no mostró el Pucela claridad de ideas, y lo que es igual o peor, tampoco frescor mental o de piernas. Persiguió sombras, apesadumbrado, y desconectó con la misma celeridad con la que el partido se fue por la borda en un abrir y cerrar de ojos. En otro, nada más comenzar la segunda mitad, cuando Manucho era erigido redentor, cayó el tercero, el segundo de Nolito.

Y el cuarto no tardó en llegar, y con él la tregua. El Celta no quiso hacer sangre, se conformó, cuando la goleada, con la que cerraron de manera matemática la salvación, pudo ser mucho mayor. Si no lo fue, en parte, es porque Mario Bermejo estrelló en Jaime el balón que le cedió mansamente Zakarya Bergdich. El que le llevó a llorar como un niño lo que fue incapaz de defender como un hombre.

Como un autómata, el Real Valladolid siguió corriendo. Por correr, casi. Para ver si maquillaba el resultado. Aunque la ocultación sirviera de entre poco y nada. El tanto, de Manucho, pudo doblarse en los minutos finales, en los que el rival jugueteó y fingió verse superado. De nada valió, ni habrían valido, como tampoco lo habría hecho que Teixeira pitase penalti sobre Rossi en una clara infracción dentro del área.

Mejor que el gol, o que cualquier tipo de acicate, habría sido una muestra de afecto siquiera mínima para con el hombre hundido. El mar de lágrimas en el que se vio sumido bajo el fuego enemigo no se le debe desear ni a este. Yo, a los míos, les deseo cualquier sufrimiento salvo verse en una situación semejante. Mucho menos lo quiero para alguien que viste la camiseta del Valladolid, por lo que ello representa.

Las lágrimas de impotencia y de dolor esconden tras de sí falta de humanidad y de unidad. Ojalá, solo puntual. Pero patente. El partido del lateral franco-marroquí, ilusionante al inicio y lacerante al final, parece una visión futura que nadie quiere ver hecha realidad. Para que no se cumpla la aparente predicción, el primer paso es mirar al de al lado, darle una palmadita en la espalda que diga “estoy aquí”, y luchar junto a él. Exponerse y condenar a la soledad denota a la falta de fe, de confianza, y ambas cosas juntas, irremediablemente a La B.

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