El Real Valladolid cae en el 95 y medio ante un Leganés recompensado por ser el único equipo que quiso ganar
Una vez de pequeño me pegué con un vecino. Fue la única vez que, siendo crío, me agarré a trompadas con nadie. Yo debía volver a casa, los gritos desde el cuarto ya se habían escuchado, y no quería prestarle mi balón. Él insistió, empezó a mofarse, porque he sido siempre gordito y tenía que irme más temprano, ignorando a sabiendas que él era mayor. Y entonces nos pegamos, y pensé que no era para tanto, que aunque él tuviera fama de problemático, aguanté el embate e incluso lo amedrenté un poco. Al fin y al cabo, era un año más mayor, pero con menos físico. Le planté cara y gané, quizá firmamos tablas después de un par de puñetazos, pero fui el ganador moral porque el balón volvió conmigo.
Hay momentos en la vida, de niño o ya crecidos, que por jodido que resulte conviene ser valiente, luchar por lo preciado, a riesgo de que te partan la cara. Los libros de autoayuda están plagados de frases que bien se podrían reflejar aquí, por no citar aquella manida de que es mejor morir de pie que vivir arrodillado. Pero es que sí, a veces ser valiente tiene premio, y normalmente hay castigo para quien se vence por el miedo.
A decir verdad, esto lo escribe quien teme a las alturas y el agua de mar por encima de la cintura. Una vez, también siendo niño, fui a la playa con un vecino y el reto habitual –“a que no hay…”– me llevó demasiado lejos de la orilla. Eso que me pierdo desde entonces, nadar en aguas no ya abiertas, sino por lo menos cercanas a la costa. Lo hago a sabiendas, porque a veces pasa eso, que los miedos no se superan. Aunque sigo pensando que hay que intentar enfrentarlos.
Batallar contra el conformismo no siempre nos hace mejores, pero a veces sí. Aquel vecino falleció trabajando hace ya algunos años a pesar de que yo nadé más lejos (y me tuvieron que sacar los socorristas). De valientes, se dice, están los cementerios llenos, pero en el fútbol, como en la vida misma, la norma es que está más cerca de fracasar aquel que se aviene a lo mínimo que quien batalla por un premio grande. Por eso, aunque el mar me venga grande, a mis equipos les suelo pedir que naden. Aunque tengan que ser rescatados.
La solución que fue condena

Foto: LaLiga
Quizá es que Sergio González se sentía frágil. Quizá es que debía hacerlo. Quizá lo mejor era dibujar esa línea de cinco defensas de inicio, en vistas de la fortaleza aérea del Leganés. Sucede que el técnico no la abandonó jamás, e incluso en el tiempo agregado introdujo un último cambio con el que daba por bueno el empate. Maldita última permuta.
El colegiado había añadido cinco minutos a lo reglamentario, y al segundo entró Moyano. El paso adelante que había dado el rival en el último tramo era evidente, pero seguramente el Real Valladolid no debía haberse encerrado; no contra quien ya demostró en Zorrilla esa fortaleza por alto. Da igual cuanto te pertreches por dentro si concedes un centro como el que Guido Carrillo remató pasados treinta segundos de los trescientos de más esperados. Los justos que se suelen dar de más cuando hay otro cambio.
La solución, al final, fue condena. Pudo serlo durante el transcurso del juego, aunque Masip no se viera jamás sobreexigido, pero es que al final el conjunto de Pellegrino se lo fue creyendo al tiempo que el de Sergio daba por bueno el empate –o eso, o se vencía por el miedo–.
Durante casi todo el partido el respeto fue extremo, hasta el punto de que la primera cartulina amarilla asomó a los 77 minutos. Se jugó de usted hasta que el ‘Lega’, que no tiene tanta necesidad pero sí se sabe necesitado, entendió que si era valiente podía quedarse con los tres puntos. No se puede decir que no sean justos.
Lo son no por acumulación de ocasiones, pero sí porque el dominio territorial fue suyo durante más tiempo. Esbozados idénticos en la pizarra los dos equipos, se comportaron distinto en los primeros compases; más presionantes los pepineros, en un bloque medio-alto, y más expectantes los blanquivioletas, a los que no les dolía en prendas replegarse bajo aunque convirtieran a cambio a Guardiola en un náufrago.
El único madero al que se pudo agarrar el balear fue el debutante Waldo, quien recuperó un balón y convirtió el único error de la defensa local en la ocasión más clara del encuentro. Se lo sirvió a Sergi Guardiola allí donde debía estar, aunque el delantero puso la bota mal y el remate se fue desviado. Apenas un par de amagos de Plano y el descaro del recién llegado amenazaron la puerta de Cuéllar en lo que fue un tibio crecimiento vallisoletano.
No es que Masip sufriera mucho en el otro lado, pero sus centrales sí se vieron exigidos. Michael Santos y sobre todo Carrillo fueron un incordio que espantaron los zagueros más de una vez, como si fueran una mosca puñetera. Sucede que el argentino es guerrero, y que a fuerza de generar superioridades por fuera y de que los puntas empujaran la última línea hacia la puerta, el Leganés fue ganando espacio hasta que llegó ese 95 y medio. Entonces, quien más lo batalló remató con misma herida que le hizo salir varias veces del terreno de juego para alojar el testarazo en la red y para castigar y asomar al abismo al Pucela.
