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Valderrama

por Redacción
14 de octubre de 2015
en Noticias
Imagen: Rosa M. Martín

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Relato participante en el II Concurso Literario Blanquivioletras, obra de Donís Albert (Valladolid)

 

Empezaba a no poder más. El partido lo estaba perdiendo y, si eso seguía así, no sería lo mismo estrecharles la mano. Caía la tarde en el estadio y el cielo, poco a poco, se fue oscureciendo. Mientras tanto yo estaba cansado, tan cansado que barría el césped con la lengua. La cabeza me pesaba de tanto cansancio, los pies me pesaban más que la cabeza, os juro que empezaba a no poder más, no podía con mi cuerpo. Mirando sin paz el cielo de la tarde, las ganas de vencer se iban consumiendo; pero bueno, ese era mi trabajo, y aunque iba consumiendo mi energía, llegaría hasta el final de mis actos.

El Real Valladolid, un equipo inimitable, un valor incalculable y una paciencia inhumana. Porque había que tener una paciencia inhumana y dar en los partidos lo mejor de uno mismo. Póngase como ejemplo los esforzados sudores, la razonable reputación que con ellos ganaba. Por eso las estrellas no las podía contar, había habido demasiadas estrellas en el Valladolid. No es prepotencia, es la pura verdad. Lo bueno sería manchar el blanco del Madrid. Por eso lo mejor era regresar de las nubes y centrarme en el partido.

Decía que, a la hora en que se levanta el estadio, yo estaba un poco a la sombra de su cuidado. Me sentía indefenso ante un Madrid, que si os digo la verdad, no era materia de risa. Decía que yo estaba un poco distraído, y quería volver al campo. Pero ¿qué era lo que me mantenía en las nubes, sin poder bajar a los humanos?…

Por un momento el viento tomó voz y decidí centrarme en el juego. Así que volviéndome a hablar en privado, decidí no pasar adelante con el empate. Empecé a ganarle corriendo a mi sombra y tenía la sensación de extraviarme del campo. Empecé a hundirme en el juego y estaba tan clavado como el banderín del córner. Así que me olvidé de la inferioridad y me acerqué a todo buen pensamiento.

Ante todo, juego limpio. Ese era el lema. Pero el lema también era volver hecho una sombra. Así que había que ir a por todas, porque no estábamos allí para pasárnoslas a flores. Sin más, empecé a dar espectáculo, porque el partido era tan grande como el sueño: me refiero al sueño de un equipo cuando, por un momento, pitaron un córner a nuestro favor. Yo me fui, tan sencillo de corazón, a ver si podía ser posible ese gol. Me puse al lado de un jugador y luego al lado de otro. Intentando penetrar el balón en alma grande y proclamando que podía ser posible nuestro gol. Cuando por instante, me puse al lado de Valderrama y ocurrió lo que ocurrió…

En efecto, ocurrió lo que os digo. Ni yo mismo conseguí explicármelo. Me tocó los cataplines como si fueran dados. Unas manos ciertamente invisibles, pero auténticas…

Así es, me tocó como si fuera suyo. A mí, Valderrama, el del pelo a lo afro. No sé por qué lo hizo. Fue un instinto raro. Algo que formaba parte de su inconsciente. Por un instante me sentí avergonzado. Desnudo como mi madre me trajo al mundo. Desnudo como el viento de aquella tarde, en aquella hora difícil para mí. Se me cayó el cielo encima cuando la gente empezó a pitarle. Cuando la gente empezó a pensar en los laberintos del corazón.

Pero, en fin, debía seguir con el partido, mi rival continuaba siendo mi rival. Y aunque no lo parezca, no se había convertido en mi novio. Su observación me miraba tan atentamente que, a decir verdad, me sentía incómodo. Ardía mi cara al rojo vivo por pensar en lo que había pasado, pero, si bien quería hacer algo bueno, lo mejor era olvidarlo.

Cero a cero, decía el marcador. Pero había que ganar como fuera. Así que me fui pronto del área y empecé a ver el partido bajo un cielo más claro. Porque el partido lo tenía que ganar, por mí, por ti, por el Valladolid en general. Y así fue como inicié la recuperación psicológica, en aquel acto dudoso de la tarde.

En efecto, cero a cero, y levantando el pecho a cielo. Orgulloso de ser del mejor equipo, del equipo de muchos, del Valladolid. De ese equipo que encontraba satisfacción en lo que hacía y, por supuesto, también en la afición entregada. De momento, proporcionándonos muchas facilidades. Contando con partidos memorables, de este Valladolid de las estrellas.

La cuestión es, como os digo, un valor incalculable. Había recuperado el buen humor de antes y ahora mis padres me animaban desde la grada, en fin, que todo marchaba como antes. Un pequeño incidente sin importancia, ¿qué podía importar eso? Uno se tiene que recuperar prontamente de ese amor que nunca imaginé que existiría.

En fin, que no pasaba nada. Seguiría insistiendo en mi camino indeciso. Así era la indecisión del futbolista, la insistencia de estar a mitad de partido. El lento trabajo de un gol que no llegaba. Y si llegaba, ya veríamos cuándo. Al final, seguro que ganaba: me dejaría el pelo suelto al infinito… Porque en mis ojos aun brillaba la esperanza de mantener el sueño despierto. Y aunque seguía un poco dormido en los laureles, enseguida me espabilé para alcanzar mi sueño.

Así fue como decidí pasar a la acción. Subí de por banda y recurrí a los atajos de los defensas. Pasé el balón a uno a pecho descubierto, pero no conseguimos marcar ese gol. Lo intentamos de nuevo, en una jugada memorable, a pesar de estar en una noche sin luna, pero no hubo suerte tampoco esta vez. Pasaban los minutos en el estadio y la luz reposaba en el aire distraído. Tanto fue así que, en unos minutos, el público ya se había olvidado de lo mío. En realidad, poco importaba lo que había pasado: estábamos a mitad de un partido. Lo digo porque a mí, lo que realmente me importaba, era las muchas pulsaciones de los míos. El amor para mí tenía pocas pulsaciones, en cambio, el futbol tenía muchas.

A mí lo que me iba era lo de esforzarme, lo de darlo todo en el campo. Repito, darlo todo en el campo. No quería dejarme nada. Y no me iba contento a casa si no me entregaba al estadio. Para eso me pagaban, para vivir según la expresión de mi esfuerzo: un rostro de entrega al Valladolid, que no podía tener ningún precio.

Finalmente no pudo ser: el Madrid nos ganó por uno a cero. Y cuando acabó el partido, el dichoso Michel, ni siquiera se molestó en darme la mano… Yo me fui disgustado al vestuario, sin mediar palabra. Y, algunos, hasta dijeron que lo había hecho para provocarme. No seré yo el que lo corrobore: probablemente no supo ni por qué lo hizo. Simplemente, un instinto de esos que uno no puede explicar.

No había ninguna duda en la verdad. Aceptamos la derrota y eso es todo. Pero no nos rendimos para siempre, porque, el que no sabe perder, no saber ganar.

Y nosotros nos marchamos alegrados de la vida. Nos marchamos con conciencia antes bien tranquila. La gente animando. El sueño despierto. La luz que rebosaba en el estadio. Todo lo que antes había sido malentendido, ahora se estaba calmando los nervios. Y nos tiramos en el césped. Y consagramos la derrota. Y entre los dedos dejamos como fragmentos de jardín. Todo era alegría en el estadio porque el soñar no era obra exclusiva de la cama. Estábamos despiertos, más despiertos que nunca, yo diría que éramos unos despiertos.

Intenté una vez más darle la mano a Michel, pero no me la quiso dar. Y la verdad es que no me sentó nada bien, pero tampoco nada mal. Nada importaba en ese instante. Solamente el orgullo de ser Vallisoletano. Porque si no se es Vallisoletano no se es nada… Había superado los sueños de los niños. Los sueños que yo tenía cuando era un niño. Que no era otro que el de jugar contra el Madrid, el equipo más prestigioso del mundo.

Y nos reírnos del partido. Y nos acordarnos de Michel como una anécdota que nunca olvidaríamos. Ya veríamos cómo quedaba la liga. De momento encontramos nuestra risa divertida. Recorrimos el pasillo, seguidos de un refresco y caímos felices en el agua. Porque amamos el futbol y nos une el amor. El amor de correr tras un balón como tontos. ¡Ya ves que tontería tan importante!… Icemos la bandera del Valladolid a las estrellas

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