“Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada…” cantaba el grandísimo Carlos Gardel. Lo decía en su tango inmortal, “Volver”, ese que parece escrito a medida para un Real Valladolid que vuelve. A Segunda, claro. Porque si hay algo que define la historia reciente de este club, es esa condena cíclica de regresar al lugar del que tanto le cuesta salir. La Segunda División en España no es un destino desconocido para un Pucela que ya lo toma como una estación recurrente. Triste, sí, pero familiar, al fin y al cabo. Como volver a casa por Navidad… solo que sin mesa llena ni árbol encendido.
Cada vez que el Valladolid cae, lo hace con una mezcla de enfado y resignación. El Valladolid cae siempre tropezando. Pero en lugar de apartar esa piedra, el Pucela parece que la pinta de violeta y se la queda. Esta vez no ha sido distinto. O quizá sí. Porque este descenso de la 24/25 probablemente sea el más infame de los vividos por Valladolid. Quizá ha llegado con menos ruido, por lo esperado, pero con más decepción, por cómo estábamos hoy hace un año. Como si ya no quedaran fuerzas ni para indignarse, el Valladolid se ha dejado caer otra vez en brazos de esa ex que por conocida no significa que nos convenga.
No, no es el primer descenso, pero es verdad que este huele distinto. Este llega con la confirmación de que el club había perdido el norte. No en lo clasificatorio, pues es evidente, sino en lo estructural, en lo identitario y hasta en lo emocional. Porque si algo ha faltado este año es conexión a todos los niveles. La grada y el equipo no han sido uno porque el césped este año quedaba muy lejos. Y los despachos, más. Entre lo que se dijo y lo que se hizo por el Pucela parece haber un desierto sin oasis para coger aire.
“Volver, con la frente marchita”, escribía Gardel. Y sí, la frente del Real Valladolid está marchita y baja. No somos capaces de levantar la cabeza. Pero no por la edad ni por el paso del tiempo (aunque casi contemos la centena), sino por el desgaste de no construir nada sólido en años y años de esperanzas. De vivir siempre con el alma en un hilo. De no aprender nunca de lo vivido (conviene recordar que antes del infame Ronaldo, la cosa no era mejor ni mucho menos).
Lo más preocupante de este nuevo descenso no es solo que llegue, sino que parezca ya parte del destino. Como si lo natural fuera bajar cada cierto tiempo y asumirlo como parte del ciclo. Ya no hay sorpresa ni escándalo. Todo suena a déjà vu mientras bajamos cabizbajos del José Zorrilla, dando patadas a esa lata de cerveza o pensando si el Kebab del barrio habrá cerrado y la vida me habrá dejado solo de nuevo, sin equipo en Primera, sin esperanzas y sin cena.
Pero pasa. Y cuando pasa, volvemos a la rutina hechos mierda. Porque en cada descenso se rompe algo más. Que cada vuelta a Segunda erosiona un poco más las ganas de coger la cuesta hacia el estadio, de ponerte la bufanda, de ir a la previa. Cada año perdido parece una llaga. Un año más lejos del objetivo de ver al equipo hacer cosas grandes, como lo hemos soñado, como nos lo han contado.
Por eso el miedo es legítimo. Porque el fútbol está lleno de clubes que se rompen sin remedio tras cada descenso y la gente llora sin parar por lo que un día fue y ya no es. Porque la Segunda División ya no es lo que era y salir cuesta, aunque de vez en cuando nos parezca rutina, igual que bajar, volver a subir. Pero hay rivales que asustan y aprietan más que los de la ‘Hipertensiones’. Este club ha vuelto antes, pero hay que acabar primero con esos rivales de fuera para poder competir luego con los que vayan pasando por el césped.
El año termina sin aplausos, sin celebraciones y sin héroes. Pero acaba con la memoria que nos regala la cicatriz que nos deja. Una que nos conecta con toda esa gente que vio caer y volver a levantarse a este club para la gloria. Incluso en esos años felices de las historias, quienes las vivieron portaban esas heridas del pasado, en las que un descenso les partió el alma en algún momento.
Por eso conviene saber que se puede, que no conviene rendirse. Que, como en el tango y como nos dijo Al Pacino, lo único que podemos hacer si tropezamos es volver a empezar. Que sí, coño, que volver es un verbo ingrato, pero si algo hacemos siempre en Valladolid es conjugarlo con dignidad.

