Seremos distintos cuando vuelvan los abrazos de gol, quizás mejores. No celebrarlos sería más triste, algo así como un verano a destiempo, con el sol que hizo, pero sin celebrar fichajes.
El único rumor que corre no es quién vendrá, sino cuánto tiempo tardaremos en volver a ir al estadio, y yo pienso en esa mujer a la que a veces digo que me alegra ver, furtivo, y en esos abuelos que acompañan y animan a los nietos, a los suyos y a los que lo son de otros.
“Todo va a ir bien”, pienso mientras pienso en la mía, y en que no podrá escuchar el Carrusel y enfadarse cuando nos marquen y apagar la radio, y volverla a encender y decir que “tendrían que ir a cosechar patatas” si seguimos perdiendo, y, si empatamos, celebrarlo ahogando en dos puños cerrados el grito (“goooooool”, pero que no lo escuchen los vecinos).
Y me imagino algo diferente a estas cuatro paredes y pienso en lo que escribió Galeano, en verme en el centro del campo y que en mis oídos resuenen goles de días mejores y otros imposibles que mi mente dibuja, como la marea, siempre a favor.
Dijo un día Jorge Valdano que el fútbol es la cosa más importante de las menos importantes, y qué razón tuvo. No es nunca solo fútbol, por más que lo digan parejas, bufones o reinas. Fiesta pagana, opio del pueblo –proclaman algunos–, se echa de menos.
Los domingos son menos sin goles que festejar y latir por uno a destiempo (y maldecir si eso hace que pierdan los nuestros). Pero volverán, y los abrazos con ellos.
