Una lesión de un compañero en sus inicios propició que Diego Castro, actual jugador del Getafe, comenzase a jugar en banda izquierda a pesar de ser diestro, una posición que le ha granjeado a posteriori un lugar en la élite.
Sierra. Sergio Sánchez, Aláez, Jorge Ordóñez, Óscar Río. Capi, Tonino, Bruzón, Pedro Muñiz. Y arriba, Santi Domínguez y Curiel. Manu Miranda y Luismi como sustitutos de cemento. Xaco, el volátil. Y el veterano Melo, el último recurso. ¿Solo? No. Solo no. En aquel Pontevedra hubo también un crío. Uno que, decían, era hijo de ‘El Nécora’.
Como Sierra había dado la espantada y un tal Martín Ragg llegó de Argentina, con la nueva temporada hubo cambio en la meta. Antes de que una rotonda se cruzase en su camino y su carrera se fuese por el sumidero, David Casablanca sustituyó a Óscar Río, hijo varias veces pródigo, en el carril izquierdo. Un central, de apellido Gordillo, llegó procedente del Nàstic.
De Valladolid llegó Márquez, y, claro, Bruzón ya no tenía sitio. Xaco un buen día dijo “aquí estoy yo” y Padín, una de las mayores firmes promesas de la cantera del Deportivo de La Coruña, decía ser ‘O Zidane de Catoira’. Javi Rodríguez era un rifle underground y Zafra un zurdito de oro recién llegado de Getafe.
Milucho, el Fabri de las Rías Baixas, empezó la temporada en el banco. El señor de los ladrillos, también conocido como Nino Mirón, le había dado las riendas del equipo después de que Raúl González fuese incapaz de luchar por el campeonato en el Grupo I de la Segunda División B. Como su predecesor, de cuando en vez sacaba al campo a un rapaz al que llamaban canterano, pero que en puridad no lo era.
Por entonces, con apenas diecinueve años, al chico en cuestión la camiseta le venía grande. En tallaje y por nombre, decían los sabios del lugar. Xoga por ser fillo de quen é. De Fernando Castro Santos, el hacedor desde el banquillo del último hito granate, la vuelta a la categoría de bronce del fútbol español.
Un buen día -al menos para el protagonista de la historia-, Conrado García Zafra cayó lesionado. Milucho miró a su alrededor, pero en la segunda de todas las plantillas perfectas confeccionadas por el hombre que condenó al Pontevedra a un coma irreversible no había otro extremo izquierdo. Y entonces el hoy ojeador del Villarreal dirigió hacia él su mirada.
Mirón, ídem del fútbol carente de paciencia, tardó en cargarse a Milucho mucho menos que a Raúl González. Su sustituto, uno de los héroes del Zaragoza campeón de la Recopa, José Aurelio Gay, técnico que se encontró con la misma coyuntura que su predecesor. ¿Qué hacer? Recordar el dicho: donde fueres haz lo que vieres.
La cuestión es que no le fue mal. A pesar de la discusión inicial sobre su físico -en 2002 el fútbol español nada tenía que ver con el actual, y menos en Segunda B-, sobre su perfil natural y las tiranteces que existían por ser hijo de quien era, Diego Castro se convirtió en la gran revelación de la temporada. De hecho, tan buena fue su campaña que a la ribera del Lérez pronto se le empezó a conocer con el apelativo del padre, El Nécora.
Debut en Primera y nuevo adiós
Los hinchas del lugar, en su gran mayoría tan viejos como las antiguas gradas del añorado y vetusto Pasarón, celebraron el año siguiente un ascenso a Segunda División, pero lo hicieron sin él; sin el único jugador da casa (el exrayista Mauro lo era, pero había vuelto ya entradito en años) al que podían tratar con el agarimo del abuelo al nieto.
Diego, que esperó toda una vida en enfundarse la histórica camiseta del Pontevedra -aquel que no la tenga en tal consideración, que busque por qué club viste de granate el Lanus argentino-, voló en apenas un suspiro hacia tierras más cálidas.
En el filial del Málaga coincidió con otros jugadores de élite como César Navas, Álex Geijo, Iñaki Goitia, Iván Hernández, Juanma o Nacho. Jugó noventa partidos, en los que hizo solo dos goles (en poco más de cincuenta encuentros hizo once en Segunda B), cantidad exigua que no impidió que en su tercera campaña como malaguista el olvidado Antonio Tapia le diese minutos en Primera División ante Osasuna y Real Madrid.
Como jugador malacitano alternó los dos extremos, aunque con el paso del tiempo sus entrenadores dieron continuidad a lo que para Milucho un día había sido un parche. Sin manejarla con una habilidad natural, aprendió a utilizar la izquierda para algo más que apoyarse y, ya en Gijón, se asentó en el flanco zurdo.
Consagración con Preciado
Es bastante probable que El Nécora hubiese contado con minutos en un Málaga modesto como el de la temporada 2006/07. La calidad de los que habrían sido sus competidores y el hecho de que al césped de La Rosaleda saltasen con frecuencia jugadores surgidos de la cantera malacitana invitaban a pensar en ello ya entonces, antes de su explosión. Pero Diego decidió cambiar.
Su nuevo destino, de Sporting de Gijón. Su nuevo técnico, Manolo Preciado. Su categoría, pese a lo anteriormente comentado, la Segunda División. La Primera podía esperar, o eso pareció pensar cuando firmó por un equipo, el rojiblanco, en el que pronto se convertiría en un jugador capital.
Entre sus dos primeros años sumó un total de setenta y cinco partido y catorce goles, unos números que hicieron que el ascenso a la máxima categoría, en su caso, estuviese más que justificado; también por su carisma, que le llevaría a portar más tarde el brazalete de capitán.
Su explosión, sin embargo, llegaría después del ascenso, en Primera, de la mano del malogrado Preciado. Con una media superior a los treinta partidos y ocho goles por temporada, destacó hasta el punto de que no pocas voces pidieron que fuese seleccionado por Vicente del Bosque para defender a España en encuentros internacionales, oportunidad que jamás le llegó.
Por encima de los números, excelsos a todas luces, forjó en Gijón una gran amistad con el que fue su técnico durante esos cinco años. Con él radicalizó sus diagonales, en cantidad y calidad, adquirió ese carácter incisivo que aún hoy mantiene jugando ya por dentro, en el Getafe, donde explota su capacidad combinativa y, dice, dio “un paso de madurez” y aprendió “a ver el fútbol de otra manera”.
Algunas de las imágenes más tristes que sucedieron al fallecimiento del entrenador cántabro fueron precisamente protagonizadas por el jugador pontevedrés y su mujer, con quien Manolo Preciado y su esposa mantenían una relación tan estrecha que habían planificado unas vacaciones juntos semanas antes del deceso. Lejos de ser una simple anécdota, no hay más que leer las informaciones de esos días para ver cómo afectó al gallego el hecho.
Caía casi de cajón que, en cuanto tuviese oportunidad, El Nécora rendiría tributo a su maestro. Y así lo hizo al marcar su primer gol de la temporada, el octavo de los diez que lleva anotados con la camiseta del Getafe en cuarenta partidos. Un homenaje de amigo a amigo. De alumno a profesor. Del hijo de ‘El Nécora’ a su padre en el fútbol.

