Resulta cierto admitir que las percepciones lindantes con el Real Valladolid parecen viajar en una barca sin guía por rápidos que en ocasiones parecen ficticios como los de los parques de atracciones, por los revolcones hacia la realidad y la ilusión que provocan en el aficionado.
Creencia, desesperanza, pecho henchido, vergüenza temblorosa. Perfección defensiva en Vallecas; derrumbe en Granada; resoplido ante el Villarreal; asfixia en Sevilla. El Real Valladolid ha personificado una bipolaridad tan dolorosa que el daño ha ido accediendo al sistema de comprensión humano con tanta suavidad que los aficionados blanquivioleta han aceptado estar en el medio de la batalla entre dos caras desgañitadas por imponerse. Y que reverberan en el mismo espejo.
Pero, ante el FC Barcelona, la del triunfo convencido acalló a su homóloga, vigorosa en una significativa parte del torneo, y de tanto verse intocable y poderosa, desprendió una fresca ilusión que a punto estuvo de persuadir al aficionado hasta su terreno de manera concluyente. Durante toda la semana contemplaba a su gemela, al final de la misma sangre, enfrente de ella, con miraba arrogante, como si no pudiera devolverla a la cotidianeidad incómoda en la que transcurría los partidos.
Sentía que la histórica animadversión con la otra cara iba a inclinarse a su favor; que el principio del resto de su vida se acercaba. La brisa del sur, transmutada en hiriente lluvia y ventisca, ahogó los brotes de confianza que habían aparecido en la base más íntima del Real Valladolid, arrebatado de lo ficticio, mareado en el torrente de agua que lo dirigía, sinuoso, quizá hacia el fondo.
Encajó alguna victoria más de su gemela, en una compostura entre recogida y preparada para rebelarse, de nuevo, como si intentase saltar del invierno al verano más cerrado. Su temperamento, con todo, había experimentado un cambio que le hacía menos temerosa al fracaso, ahora entendido como una consecuencia tan inocua como decidiera. Se sentía más fuerte envuelta en la conjura que en el alarido desencajado y determinó emplear esta estrategia para silenciar a su otra cara.
Ante el Almería, el Real Valladolid mostró la vigorosa, que brilló con tanta naturalidad durante suficiente tiempo como para convencer a la afición blanquivioleta de que creen, de que la conjura apagó al grito, de que el caudal dejó atrás las marcadas curvas del río y de que es, en la realidad, no en lo ilusorio, en donde reaparecerá la identidad de un grupo que ha defenestrado la versión que le impedía evolucionar.
