Quizá no llueva el lunes en Balaídos. Pero, qué carallo, debería hacerlo. Abrirse el cielo en forma de llanto, de recuerdo. ¿Acaso Vigo merece la alegría de un brillante anochecer? Bueno, bien visto, quizá no es que merezca lo contrario. Pero es lo que toca. Lo que necesita.
En el fondo, no es la lluvia sino la manera que Galicia tiene de mostrar su tristeza. Es la forma que Dios le dio a su gente de expresarse sin hablar, porque un gallego de verdad nunca se lamenta, se encoge de hombros y resta importancia a las cosas que le puedan pasar, como si fuera indiferente a los golpes de la vida.
El oriundo, de hecho, tampoco suele quejarse de la lluvia. “Se chove, que chova”, dice, y sale a la calle como si tal cosa. A veces, incluso, sin la compañía del paraguas. “Son cuatro gotas”. Cuatro, y no una más, salvo para aquel que es de fuera, que asoma por la ventana como queriendo ver a Noé en el arca.
Pero, cuando es alguien cercano quien sufre, la cosa cambia. Entonces, el ritual es reconocer que fulanito anda regular, que el que recibe las palabras cite al cocido como remedio a cualquier mal y la respuesta sea un “malo será”. No ya por la naturaleza desgarbada del gallego, ni por su carácter descreído, sino por collóns, porque es mejor pensar que la mayor dolencia es un simple resfriado que mirar a la parca a los ojos.
Hubo civilizaciones como la egipcia que se preparaban en vida para lo que luego vendría. Hay religiones que creen en rencarnaciones o que es, la otra, la vida real, la mejor. “O carallo”. El gallego, incluso el que cree en Dios, teme lo desconocido. No digamos ya el vacío que deja una muerte cercana. Y no dejaría de temer ni aunque bajaran los santos en procesión a firmar ante notario que hay un más allá y que aquel que se va no solo le esperará, sino que vendrá de visita cuando pase por el barrio la santa compaña.
Pero, en fin, volvamos a Balaídos. Allí donde el lunes debe llover. Como un llanto seco, húmedo solo en el ambiente, en memoria de Tito Vilanova, que vistió durante tres años la camiseta del Real Club Celta. Técnico, brillante en el pase, no jugó mucho, pero sí lo suficiente para generar filias y fobias en la afición celeste, que no acabó de entender del todo su fútbol, quizá, porque el picapedrero de su equipo nada tenía que ver con él.
Chova ou non, lo más probable es que por megafonía suene ‘Negra sombra’ durante el minuto que debiera ser de silencio. Porque, si en España los minutos de silencio se suelen romper con música, en Galicia lo mínimo es que se haga con algo autóctono, desgarrador, como es la flauta con la que Carlos Núñez puso notas a los versos de Rosalía.
No recuerdo cuándo fue la primera vez que la escuché. Sé, seguro, que fue en el vetusto Pasarón, en aquel fondo de piedra al que enviábamos a los aficionados visitantes, cuando los había. Me imagino que sería en un día lluvioso. Y mi memoria, tan selectiva como imaginativa, me dice que fue el día que mi abuelo se fue. Aunque, en realidad, lo dudo mucho.
Aquel día, para mí, fue ayer, aunque el ayer es hace ya más de diez años. Y pensé lo mismo que cuando los rumores de que la gravedad de la enfermedad de Tito Vilanova era extrema se confirmaron: va a luchar; va a seguir. Puede. Pero esta vez ya no.
Recuerdo que, cuando recayó, después de su primera operación, caminaba por el centro, junto a la que hace las veces de oficina de abonados del Real Valladolid a principios de cada temporada. Y que me quedé de piedra. Sin conocerlo. Y que entonces puse la maquinaria en marcha para que en este portal se escribiera algo sobre ello, pues ese fin de semana venía el Barcelona.
Hoy, de nuevo, la actualidad es un sopapo. Mayor que entonces, real, diría. ¿Por qué escribir sobre ello, si su relación con el Valladolid era menor, acaso, inexistente? Porque otra vez se da el caso de que el próximo rival de los blanquivioletas estaba ligado a la vida de Tito. Porque esos tres años en los que vistió la zamarra celeste son una percha, si acaso liviana, existente.
Entre mis múltiples colecciones de cromos, vicio que cultivó mi abuelo primero y un amigo años más tarde, no recuerdo a Vilanova. Supongo que en algún momento, en mi infancia, renegaría de él, por ser del Celta, o haría alguna oferta que creía irrechazable a algún compañero para que me lo cambiase por un puñado de cromos repetidos. Eran otros tiempos, en los que desconocía el significado de ‘Negra sombra’ en el estadio.
Poco o nada tenía que ver Tito Vilanova con el Real Valladolid, mucho menos conmigo. Admiré el fútbol de su Barça y del que contruyó con Pep. Poco más. Pero, como gallego que soy, me atormenta pensar el vacío que va a dejar. Cosas que tiene el fútbol, que expone y eleva a un desconocido a la categoría de, en la distancia, cercano; sufrido.
Llueva o no el lunes en Vigo, cualquier llanto, allí o donde quiera que se produzca, seguro que es merecido. A un entrenador, a un padre, a un amigo. Por eso estas líneas.
Tito, descansa en paz.
