Jesús Moreno habla de las sensaciones provocadas por la goleada ante el Rayo y la intención de algunos de ocultarlas bajo una venda previa a una hipotética herida.
El castellano, creo, es pesimista. Creo. Como si en nuestro carácter estuvieran marcadas las arrugas de la Historia de una tierra centenaria, tan acostumbrada a la derrota que se sintiera ofendida con cualquier atisbo de victoria. Como si nuestra forma de ser hubiera sido forjada a golpe de cicatriz que nos recuerda lo que fuimos, lo que tuvimos, lo que perdimos y lo que no volveremos a ser.
Por ello desconfiamos de la alegría, pues pensamos que se tornará en tragedia de la misma manera que al perro flaco todo se le vuelven pulgas. Un pesimismo llevado hasta tal punto que podría detectarse en una prueba de ADN y tan interiorizado que no somos ni conscientes de serlo hasta el punto de que utilizaríamos la misma excusa de Jessica Rabbit para justificarlo. No es que seamos pesimistas, es que nos han dibujado así.
Digo esto porque escuchaba el lunes a un participante en una tertulia radiofónica local pedir al aficionado del Real Valladolid que no lanzara las campanas al vuelo tras el espectacular triunfo del domingo frente al Rayo Vallecano porque, pese al buen juego, se debía más bien a la debilidad del rival que nos tocó en suertes.
Me preguntaba yo entonces por qué aquel hombre quería evitar que se desatara la euforia entre una afición blanquivioleta demasiado cansada de sinsabores y penurias, o quizá precisamente por eso. He escuchado tantas veces ese discurso que podría llenar esta columna con los tópicos al uso más habituales que tratan de frenar la alegría. “Aún no hemos hecho nada”, “quedan 34 puntos todavía”, “el resultado es engañoso por el planteamiento rival” o uno de mis favoritos “todavía no hemos jugado contra un rival de verdadera enjundia que permita saber nuestro verdadero nivel”.
Y sin embargo, nada explicaría por qué un aficionado del Real Valladolid, por desgracia acostumbrado a los disgustos, no iba ese día a soñar con cotas mayores, en mirar a la cara y hablar de tú a tú a la nobleza del fútbol español o a pensar que su Real Valladolid, en ese momento y tras esa victoria, es el mejor del mundo.
¿Pero no se trataba precisamente de eso? Es como si al niño que saborea un helado le dijeran que no se lo coma porque al hacerlo lo terminaría y al terminarlo se pondría triste. No hace falta recordar que la grandeza del fútbol es que está ligado de tal manera a las emociones que no se puede controlar la euforia o la melancolía. Y que lo bonito de todo ello es precisamente dar rienda suelta a las mismas, a la alegría por el triunfo o a la tristeza por la derrota.
Supongo que aquel tertuliano quería preservarnos de los disgustos mayores que para él están por venir, y que controlando las alegrías evitaremos caer en la tristeza cuando estas lleguen. Si es que llegan, me atrevo a decir yo. Parafraseando a Groucho Marx cuando afirmaba, irónico, que la principal causa de los divorcios era el matrimonio, aquel contertulio parecía querer decir que la principal causa de la tristeza de un aficionado del Real Valladolid era la alegría sentida en la jornada anterior.
Sin embargo, el hombre se equivoca en su planteamiento. Hemos sufrido demasiado el año pasado como para ahora no disfrutar de cada gol, de cada victoria, de cada momento en Primera División como si fuera el último. Para lanzar las campanas al vuelo por una goleada que ya está en el pódium de las conseguidas por el club en sus temporadas en la categoría de oro. De embriagarnos con cada éxito de Djukic y sus chicos.
El aficionado del Real Valladolid, y supongo que de cualquier club, no va a llevarse un disgusto menor tras una derrota, no va a sentirse mejor solo porque días atrás controlase su euforia. Si el sábado el Real Valladolid cae frente al Espanyol, cualquier aficionado del Pucela estará apesadumbrado haya o no celebrado hasta la euforia el triunfo del domingo ante el Rayo. Sin embargo, el que haya querido contenerse por miedo a los disgustos de después, además de no sentirse mejor tras una hipotética derrota del Real Valladolid, habrá perdido una magnífica ocasión de sentirse por un momento el dueño del mundo.
