La sonrisa perenne de quien llegó a Valladolid en 2018 cargado de promesas, ilusiones y ganas de expandir la ciudad y el club blanquivioleta por todo el mundo ya se desdibujó hace tiempo. Ronaldo Nazário, ídolo futbolístico infantil de, probablemente, muchos de los que hoy llevaron las banderas amarillas del “Ronaldo, go home” en el José Zorrilla, anuncia que se va. Que ya está. Que él se pira. Cosa que le llevaban pidiendo más de un año.
No lo hace gratis, claro. Lo hace cobrando. Veremos si más o menos de lo que pensaba poder cobrar cuando ‘O Fenómeno’, con la misma sonrisa perenne y carisma de estrella amenazaba con la Champions. Su llegada fue recibida con una mezcla de asombro, emoción y orgullo. ¿Quién no iba a querer que una leyenda del balón se hiciera cargo del club de la ciudad? ¿Quién no iba a creer en esa realidad emocionante que llegaba desde Brasil?
Más aún cuando el Real Valladolid, célebre histórico del fútbol español ausente de las grandes crónicas deportivas de la prensa y de sus prioridades, de repente se convertía en noticia internacional. El palco del José Zorrilla se llenó de cámaras más que nunca, el club empezó a crear cuentas en inglés y se prometieron fichajes, estructura, un “modelo sostenible” y hasta un museo del Pucela. Todo lo soñado. La partida cualquiera en el PC Fútbol de un niño de Valladolid, pero en la vida real. Un futuro prometedor servido en bandeja de oro. O al menos eso es lo que parecía traer el delantero consigo.
Ronaldo, de la foto al abucheo
Seis años después, Ronaldo ya se va… Casi sin maletas, porque venía poco y trajo menos. Y del club, lo que interesaba ya se lo ha ido llevando. Lo único que se ha consolidado de verdad en torno a Ronaldo y su gestión en los últimos meses es el escepticismo. La gestión deportiva bajo su mando ha sido una montaña rusa llena de dudas. Sobre todo, de las que solo bajan. Tres descensos en seis años, dos ascensos casi agónicos (e inesperados) y una plantilla siempre construida al borde del cierre del mercado y con apuestas que parecían una moneda al aire.

Fichando con herramientas limitadas, a última hora y en mercados que no garantizaban que hubiera dos o tres actores por delante del Real Valladolid en interés, la cuestión de la planificación pareció siempre muy poco seria. Las direcciones deportivas se han sucedido y han ido rotando, pero la realidad crepuscular de la decadencia deportiva del equipo iba engrosando las razones para el desencanto. Como si cambiar de manos fuera la solución a una estructura descompensada y sin identidad deportiva.
En el campo, cada entrenador ha tenido que hacerse su propio plan de emergencia, salvando los muebles desde la pizarra más que desde los mimbres o el apoyo a un proyecto que mirara hacia el futuro. Más que un horizonte, en el destino del Valladolid y en la visión directiva de su realidad deportiva parecía presentarse más una huida hacia delante de los que han ido teniendo capacidad de mando. Y han sido unos cuantos. Unos aquí, otros allá. Pero ninguno para sentar un modelo coherente.
Sin continuidad y con un desapego terrible, de Sergio a Álvaro Rubio, pasando por Pacheta, Pezzolano o Diego Cocca, cada entrenador ha mostrado en algún momento la incapacidad directiva de una cúpula alejada de la realidad de un Real Valladolid que iba pasando de la tos al fallo multiorgánico. Con la sensación de que cada entrenador de la entidad estaba más solo que el anterior, el Valladolid fue dando muestras cada año, de que solo lo podía salvar un milagro. Y, como suele pasar, el baile de entradas y salidas de cada verano (o invierno), describía fielmente la realidad de un club desnortado, siendo cada uno de ellos digno de una película de suspense con tintes de terror.
Jugadores que llegan sin detectar la necesidad, futbolistas con vitola de promesa que desaparecen de manera inexplicable, posiciones sin cubrir meses y meses, cesiones eternas que no consolidan apuestas ya de por sí arriesgadas y un goteo incesante de talento que a veces se iba en silencio y otras por la puerta grande, dejando siempre menos de lo que parece poder pedir siempre el vecino. Todo sumido en una aleatoriedad que enerva. Como si el club fuera un modo carrera del FIFA gestionado por un adolescente con prisas y con la costumbre de saltarse todos los partidos, el Valladolid no ha parecido un proyecto en ninguna de las versiones que vimos bajo el mando de Ronaldo.
Casi siempre que el equipo salvó el cuello, fue a pesar de las decisiones y no gracias a ellas, salvo contadas excepciones. Y en medio de todo, la grada. Quizá lo más doloroso de todo lo que no ha sido este descenso sonrojante en una liga inolvidable para los anales de la historia en la que todos los récords negativos parecían poder ser pulverizados por el Valladolid. Ni los malos fichajes han sabido doler más a Valladolid que la desilusión inexorable de una grada que siempre estuvo en sus asientos en el José Zorrilla. Incluso ante una vergüenza sin par a nivel deportivo, el Valladolid siempre ha podido contar con la grada, que sí estaba siempre a las duras y a las maduras, conscientes de que el presidente y dueño, Ronaldo, casi nunca lo vio de cerca desde el palco.

Él llegó como un ídolo y se va como un nombre que ya no se quiere oír en la ciudad. Ni supo leer la cultura del club ni supo respetarla y no entendió que Valladolid no pide milagros, sino un compromiso que haga club, que haga sentimiento. La afición de la ciudad perdona perder, para bien o para mal, nos hemos ido acostumbrando, pero la desgana y la deshonra de un club distante e indiferente con la grada no hace sino alimentar un rencor en el que ya no cabía diálogo. Sin una presencia firme, Ronaldo no ha sabido ser el presidente que probablemente, como jugador o aficionado, habría deseado.
El mito brasileño apareció en los momentos cómodos y se esfumó en los duros. Cuando la tensión fue insostenible, lo que vino fue el desprecio, la desaparición. En la última cita en el José Zorrilla, el presidente de un club muerto en vida disfrutaba en Imola. Mientras billetes con su cara eran lanzados desde la grada, mientras los cánticos y las pancartas llenaban las gradas, él era ajeno a todo lo que pasaba. La desconexión fue total y él, lejos de acercarse, respondió (una vez más) con silencio. Ahora, con la despedida confirmada y la venta pactada, uno podría pensar la calma llega a Pucela, pero la realidad es otra.
Un epílogo sin fuegos artificiales
Si algo ha enseñado esta etapa es que el fútbol moderno es un terreno fértil para las promesas huecas y la desgana a la hora de gestionar, más que una empresa deportiva, las emociones que las guardan y hacen grandes. La gente hoy no sabe qué esperar, pero respira por la venta de Ronaldo. Y mientras respira, se inquieta sabiendo que siempre puede haber un piso más hacia el infierno de Dante. Ese miedo al vacío atenaza los músculos de los que hoy, probablemente, saben que la venta era necesaria. No se conoce el proyecto.
No se sabe a qué, por cuánto o de dónde, más allá de que son norteamericanos, probablemente mexicanos. No se sabe quién tomará las decisiones en un Valladolid que lleva demasiado tiempo sin tenerlas. Solo se sabe que Ronaldo se va con la misma sonrisa, sin la pena y el temor que hoy vivirá el aficionado. Lo hace tras recibir, por fin, “una propuesta firme”. Pero ¿Firme para quién? ¿Para el club? ¿Para su bolsillo? ¿Para la ciudad?
— Real Valladolid C.F. (@realvalladolid) May 23, 2025
Valladolid ha vivido ya la experiencia de tener a un astro del fútbol al mando, pero también ha aprendido que los nombres no hacen clubes y que el escudo se ha de defender en el día a día y cerca de los tuyos. El temor no es solo que venga un dueño peor. El temor es a asentarse en la mediocridad y acostumbrarse a ella. Se ha visto ya en este fútbol imperfecto que con las SAD parecía arreglado. Aún no hay rostro ni empresa, pero el club ya está vendido en una mesa que, como ya se sabe, la única no invitada es la afición. El José Zorrilla cerró ya su temporada hace una semana. No se despidió del presidente porque no estuvo, como de costumbre, pero tampoco lo hará ahora.
A Ronaldo no le quedaba otra. Quería y debía irse de un lugar que no quiso nunca hacer suyo. Se despide, eso sí, esa ilusión que se apagó demasiado pronto, con el comienzo de otra etapa que deberá convencer antes de ilusionar a quienes deberán ocupar de nuevo la grada ante otros mandatarios de los que se espera algo más que promesas rimbombantes.
Con la esperanza, al menos, de que alguien vuelva a mirar a la grada y vea algo más que clientes, el Real Valladolid, su gente, deberá esperar aún para juzgar lo que será un nuevo día. Un horizonte deseado que no se convierta, con el paso del tiempo, en un nuevo abismo que evitar. Aún conscientes de la deriva del fútbol, el Real Valladolid sigue siendo un club de fútbol con aficionados, emociones y muchas almas unidas en torno a un escudo y unos colores. El sentimiento blanquivioleta no es un escaparate. Quizá solo hace falta que alguien lo entienda. Ojalá sea desde el principio. Un nuevo principio.

