El Real Valladolid logró sus mayores gestas en los años ochenta con plantillas en las que no más de dieciocho jugadores sumaron más de diez partidos.
Trasladémonos por un momento a los años ochenta, a esa década en la que las botas no eran más que negras, The Beatles vivían en las patillas de infinidad de jugadores y el bigote, por costumbre recio y superpoblado, lejos de levantar suspicacias, venía a significar rudeza si su portador era zaguero y del este.
Fue, además, un decenio en el que los equipos vascos decidieron hacer de sí mismos y con la consecución de cuatro títulos ligueros consecutivos justo antes de que Barça y Madrid se volviesen a fusionar en un monstruo de dos cabezas sedientas de sangre y triunfo que no dejó a los demás una Liga más que llevarse a la boca hasta el 96.
En el fondo, tampoco ha cambiado tanto el mundo del balompié. O, bueno, quizá sí. Las botas son ya de cualquier color salvo negras. Las patillas con patas no cabalgan ya a lomos de ningún español y no hay bigotes.
El fútbol, antaño, parecía distinto al actual en conceptos varios. Baste decir que Cruyff aún no había llegado, que Menotti había resultado ser palabrería y poco más y Clemente iba camino de parecer el seleccionador sempiterno. Aunque, claro, qué sabrá quién escribe, si por entonces no había ni nacido…
La misma temporada en la que ‘El Rubio de Barakaldo’ sacó la gabarra por segunda vez consecutiva hubo un equipo modesto que decidió interponerse entre el Real Madrid y el Fútbol Club Barcelona para levantar por primera vez en su historia los brazos en señal de definitiva victoria.
Aquel Real Valladolid, capitaneado por Pepe Moré, en el que destacaban ‘El Loco’ Fenoy, ‘El Pato’ Yáñez o ‘Polilla’ Da Silva y en el que comenzaban a asomar jugadores de la talla de Eusebio Sacristán o Fonseca se impuso al Atlético de Madrid en una temporada en realidad no tan brillante, en la que terminaron decimocuartos.
Al margen de la gesta del modesto, de otro tiempo, conviene destacar una cuestión tan manida en la actualidad como es la mayor o menor disponibilidad de un amplio fondo de armario; de una plantilla más o menos extensa con la que competir con garantías. Y es que, eran otros tiempos, es verdad, pero en aquel equipo solo trece jugadores sumaron más de diez partidos completos.
La ferocidad con la que la competición devora el físico de los deportistas en la actualidad quizá diste de la expuesta entonces, en parte porque el número de encuentros a disputar era menor, lo cual no obsta para que el dato pueda poner en entredicho la necesidad de un profundo plantel para lograr el objetivo de la salvación.
Aquella Copa de la Liga sigue siendo el único trofeo de carácter oficial que da lustre a las vitrinas del Real Valladolid, aunque no solo del recuerdo de aquella victoria se mantiene el aficionado hambriento y melancólico.
Un lustro después, en la temporada 1988/89, el conjunto pucelano disputó la final de la Copa del Rey en el Vicente Calderón, esta vez con peor suerte, ya que, merced al solitario gol de Gordillo, cayó ante el Real Madrid de ‘La Quinta del Buitre’, que aquel año logró hacerse con el doblete.
¿Qué hubo entre medias? Dos decimoterceros puestos, un décimo y un octavo, además del sexto que acompañó a la final copera, todos ellos obtenidos con una plantilla cuyo grueso iba de los quince a los diecisiete hombres con más de diez encuentros por curso, incluida la última, en la que participaron con cierta asiduidad dieciséis jugadores.
Los diferentes entrenadores que tuvo el conjunto blanquivioleta entre 1983 y 1989 manejaron vestuarios en los que se cambiaban entre veintiún y veinticinco futbolistas, entre los cuales había siempre algún que otro canterano. De hecho, era precisamente la cantera la principal beneficiada de que el grueso de las plantillas no fuese excesivamente cuantioso.
Así, con el paso de las temporadas fueron sumando cada vez más minutos jugadores como Luis Miguel Gail, Juan Carlos Rodríguez, Onésimo Sánchez, Eusebio Sacristán o Gregorio Fonseca, acompañantes de otros elementos más experimentados como los citados Fenoy, Moré o Yáñez, Jorge Alonso, Minguela o, en los últimos años de la década, los hermanos Hierro.
Así pues, la fórmula del ’20+5′ de Djukic no es exclusiva, ni tampoco excluyente. Hasta la fecha son veinte los jugadores que han participado con ficha del primer plantel, de los cuales quince ya han jugado más de diez encuentros. Podría darse el caso, por tanto, de que se llegue al final de campaña con un número de piezas utilizadas de manera cuantiosa mayor que el de aquellos años, máxime si como parece el equipo se sigue reforzando en enero.
Solo si son varios los jugadores que se suman a Daniel Larsson como refuerzos invernales la sensación de que la apuesta habrá cambiado será una realidad. Tanto Fernando Redondo como Vicente Cantatore o los demás técnicos del ‘lustro de oro’ de los ochenta manejaron plantillas similares completadas con canteranos.
La necesidad apremia, se dice, especialmente después de la lesión de Víctor Pérez, pero lo cierto es que ejemplos de equipos que se salvaron en unas condiciones semejantes hay varios. Lo cual no quiere decir nada, cierto es. Como tampoco reforzar el plantel asegura la salvación, dicho sea de paso.
Fernando Redondo y Vicente Cantatore ensamblaron las piezas de tal modo que, con menos que lo que maneja Djukic, lograron superar altas. Ciertamente, la competitividad ha ido en aumento en los últimos veinte años pero, ¿tiene alguien la certeza de que salvación y mercado van de la mano? De conjeturas e incertidumbre no entiende ni tan siquiera el tiempo, aunque una cosa es segura: los precedentes como el buen hacer mostrado hasta el momento por el equipo son aval suficiente para no volverse locos.
* Haz clic aquí para consultar las estadísticas de las diferentes plantillas del Real Valladolid de la temporada 1983/84 a la campaña 1988/89.
