Sevilla y Real Valladolid empatan en Zorrilla y aplazan sus objetivos al menos una semana más.

A medio camino de sus objetivos se cruzaron Real Valladolid y Sevilla en el Nuevo José Zorrilla. O, bueno, a decir verdad, un poquito más allá. Más o menos donde confluyen dos trayectorias parejas, cada cual a su manera, en las que el final del camino se vislumbra en la lontananza y nunca llega.
Querían los unos amarrar la dichosa salvación, esa botella por descorchar a la que algunos incrédulos miran con el recelo de quien solo bebe ron añejo. Los otros, ser algo que aparentemente ya no son, un equipo con ese punto aventurero de quien viaja en interraíl y tan apetecible como la rubia del vestido rojo a la que todos los que viajan en primera clase querrían como secretaria o como acompañante. Y entre un querer y otro, casi sin querer, al final hubo un entendimiento. O algo parecido; llamado empate, que no termina de colmar expectativa alguna pero que, en todo caso, hay que agradecer.
Porque lo cierto es que tanto como Real Valladolid como Sevilla pudieron ganar. Y, por ende, también cualquiera de los dos pudo perder, cuestión que puede sonar a partido de los grandes, de los de verdad, aunque, bueno, en realidad no fue para tanto. Dejémoslo en que, en este caso sí, pareció haber un acuerdo; un punto intermedio.
Conviene aclarar que es posible que se llegase aquí por error. Porque, ciertamente, la primera mitad podría invitar a que alguien piense que les daba pereza conseguir la victoria, pero en realidad no era así; ambos la anhelaban. Pero, vaya, su juego no fue el más ambicioso; más bien pareció fruto de la apatía que embarga a quienes, como ellos, se encuentran en tierra de nadie a falta de cinco jornadas para el final de Liga.
Empezaron haciendo daño los de Unai Emery, nadie sabe cómo, ya que su fútbol no era fluido, ni por fuera ni por dentro. No obstante, Jaime tuvo que emplearse a fondo para evitar que Fazio o Navas adelantasen a los hispalenses. Y en la acera de enfrente las cosas no iban mucho mejor, salvo por una cosa: Patrick Ebert sigue siendo -que dirían los entrañables agoreros- jugador del Real Valladolid.
El gol de Javi Guerra, el que puso en franquicia a los locales, nació de él. Pero nació de verdad, ya que no solo fue el asistente, sino también quien robó el balón en los albores de la jugada. La tocó Valiente, la tocó Pérez, la tocó Óscar y finalmente ‘Heartbreak Nine’, pero buena parte del gol va escrita en alemán ciclista, en la lengua de un jugador cuya punta de velocidad es de sprinter y cuya calidad es de vueltómano de los años noventa.
Ante la insistencia pegadora de Negredo, quien de volver algún día a Vallecas probablemente entrenaría en el Maravilla Box Sport Center, resurgió, como una semana atrás, la figura de un gran Jaime, que lo mismo se saca dos carreras, que baila para no encajar en el ring o hace de buen gregario de Ebert (eso sí, sin bici). Así, aguantó el chaparrón -bueno, es un decir- hasta el penalti de Valiente, y también después -otro decir-.
Es probable que el punto no se hubiese sumado de no ser por varias intervenciones suyas de bastante mérito. Aunque, bien visto, la obligación del portero es precisamente evitar que el rival marque gol. Y, dicho sea de paso, también el Real Valladolid dispuso de varias ocasiones para sumar más de un punto; las más claras, una de Guerra marrada bajo palos y un balón al travesaño de (quién si no) Ebert.
Estas oportunidades llegaron en la segunda mitad, menos somnolienta que la primera, y mucho más loca y extraña, por juego y por sensaciones, ya que ninguno de los dos equipos consiguió hacerse acreedor de razones suficientes como para pensar que merecía más; ni tampoco menos.
El empate, a los sevillistas, les sigue dejando en tierra de nadie. A los blanquivioletas, un poquito más cerca de la salvación y con una idea rondando la cabeza de muchos: difícil será que este equipo caiga o que lo caigan; los soldados de Djukic, parece, descenderán solo si se suicidan.
