Juan Ignacio Martínez se caracteriza por ser un técnico tan exigente en los entrenamientos como ambicioso en la banda y en sus intenciones.
Andaba el Levante terminando el curso 2011/12 cuando un periodista preguntó en sala de prensa a Juan Ignacio Martínez si su equipo iba a rebajar el pistón en el tramo final de temporada, algo a lo que el flamante entrenador del Real Valladolid respondió que no, que la intensidad iba a seguir siendo la misma, y que sus jugadores acababan de entrenar tan cansados que a los que tienen escaleras en casa les tenían que subir a cuestas.
La afirmación, una de tantas en las apariciones públicas de los veinte técnicos de Primera División, provocó una media sonrisa en aquellos a los que tenía enfrente. Nada más que media porque lo conocían, lo veían entrenar, y sabían que JIM no es un técnico de palabras vanas y que permita concesiones: la intensidad, en sus sesiones, es la reina. No hay un solo entrenamiento que no esté orientado a las bases de su personalidad, al esfuerzo, el sacrificio y el trabajo.
Apasionado del fútbol base, Martínez decía cuando ocupaba el banquillo del Albacete, en Segunda División, que le había tocado la lotería por alcanzar dicha categoría. La Primera, para el alicantino, es un sueño. Pero, aunque él mismo hable de suerte en múltiples ocasiones, no es ni mucho menos fruto del azar.
Nada se tira
Hacer subir a un guardameta en un córner, cuando pierdes un partido a domicilio y estás jugándote un ascenso, puede no decir demasiado. Pocos técnicos lograrían evitar caer en la tentación. Juan Ignacio Martínez no pudo hacerlo. Y no tuvo éxito. Aunque en decisiones menos arriesgadas pero de un marcado carácter competitivo ha forjado parte de su éxito.
Definido por sí mismo como un enfermo del análisis en continua formación, JIM fue capaz de impregnar de su ambición a un equipo que, en condiciones normales, se habría dejado ir en cuanto sumó los 40 puntos de rigor para respirar tranquilo. Él, en cambio, con su teoría de las ‘escaleras a cuestas’, con su fe y su poder de convicción, hizo que un conjunto que para muchos había sido creado a base de retales se ganase un puesto en Europa.
“Oliva comida, hueso al suelo” es una de las frases que más repitió durante ese periplo hacia las competiciones europeas, viniendo a decir con ella que de nada importaba lo hecho, que lo importante era fijarse en la próxima meta, típico tópico en todos los entrenadores, pero que en esas circunstancias encierra gran ambición.
En un alarde de humildad, hizo resonar de nuevo en el ambiente el dicho esta temporada en varias ocasiones, hasta que el equipo consiguió -no sin apuros- la salvación matemática, envuelto en polémica, pero después de competir en tres torneos distintos, en el sentido amplio de la palabra.
El Levante no tiró la Copa, cayó, como el curso pasado, por falta de tino. Y en la Europa League soñó y soñó hasta que se le cruzó el Rubin Kazan, consiguiendo hacer buena la mejor clasificación de la historia granota con varios pases a la hermana pobre de la Champions League; que al Ciutat de Valencia le supo riquísima.
“La Liga es la Liga”
El año pasado, cuando el Valencia eliminó al Levante de la Copa del Rey, Juan Ignacio pidió perdón a su afición. No fue la única vez, pero sí, quizá, la más llamativa. Las demás ocasiones se dieron en Liga. Porque “la Liga es la Liga”, allí donde el equipo debe crecer para, luego, expandir su crecimiento a otras competiciones. Siempre a partir de una premisa: lo primero es la salvación.
Con la mirada puesta siempre en la permanencia ha caminado JIM estas dos pasadas campañas. Como lo hará en Valladolid. Aunque no por esa humildad en el objetivo deja de creer, de ser ambicioso. En la sala de prensa del Ciutat, sin ir más lejos, “”y siempre desde el respeto”, se escuchó varias veces que él se veía favorito “hasta en el Bernabéu y en el Camp Nou”.
Para su Levante, como ahora para el Real Valladolid, “la Primera División es un privilegio difícil”, una carrera de fondo en la que no hay más rival que uno mismo. “No tenemos una Liga con nadie. No podemos fijarnos ni en el golaverage ni en la situación del rival. Tenemos que saber que, para salvarnos, debemos sumar muchos puntos; entender que cada victoria te acerca un poco más a la derrota y saber entender las dinámicas negativas”.
Siempre con los pies en el suelo, Martínez no modifica nunca el sistema en base al rival y busca sacar a cada jugador el máximo en cada encuentro, sin importar los puntos sumados por el equipo. Prueba de ello son sus declaraciones de la mitad del curso pasado, cuando los suyos sumaban tres puntos y él seguía hablando de que “las segundas vueltas son difíciles y muy largas”, tal y como a la postre se le hizo al Levante.
Para salvarse, en esta ocasión, tuvo que lidiar con la pérdida de Obafemi Martins, que le hizo incluir en la dinámica de grupo a Roger Martí, uno de los muchos canteranos a los que ha dado paso durante su trayectoria en los banquillos, además de a la fractura producida en el vestuario después de la clara derrota por cuatro goles a cero, en su propia casa, ante el Deportivo de La Coruña.
De la coyuntura, finalmente, salió indemne. O no, porque, como Ballesteros, Barkero, Munúa y posiblemente Juanfran, ha abandonado el Ciutat. Después de convertirse en el mejor técnico de la historia levantinista y tras varios vaivenes. Ya en Valladolid, ajeno a limpias y purgas, su objetivo será seguir compitiendo. Su sueño, competir tanto.
