El Real Valladolid cae con orgullo en el Santiago Bernabéu en un partido en el que empezó ganando.

Cuando la necesidad apremia, tendemos a rodear de trastos al orgullo en el garaje, como a la bicicleta en un invierno lluvioso. Cuando, en cambio, sale un mínimo rayo de sol, de luz y esperanza, nos apresuramos a sacarle lustre y a lucirlo aunque, mientras paseamos, un ave nos escoja para hacer encima sus necesidades.
Con diez puntos de distancia con respecto a los puestos de descenso a falta de cinco jornadas, no se puede decir que el Real Valladolid acudía al Santiago Bernabéu con la obligación de ganar, ya fuera ofreciendo la mejor de las imágenes o dando más bien lástima, algo que, tal y como había advertido Miroslav Djukic en la previa, invitaba a dejar que el resultadismo se empolvase y, a cambio apareciese la cara más amable del equipo que dirige.
No quería decir con ello que el Pucela fuera a despreciar una victoria en el templo donde tantas veces se intenta honrar sin éxito a la memoria de Juanito, sino hacer ver que la falta de presión por la situación en la tabla invitaba a gustar y gustarse, a jugar con desenfado. Y lo hizo. Vaya si lo hizo. Especialmente en una primera mitad brillante.
Sus primeros minutos, previos al primer tanto del Real Madrid, pueden -y quizá deban- ser considerados de los mejores arranques de la temporada, dados el escenario y el rival de enjundia. De hecho, puede decirse que amenazó con poner Chamartín patas arriba, aun cuando la pereza madridista fue manifiesta, lo que no debe hacer de menos el gran partido cuajado por el Real Valladolid.
Los blanquivioletas quisieron encarnar desde el inicio la versión futbolística del pato que protagonizó varias campañas publicitarias de la cerveza Mixta. Para empezar, los ‘me gusta’ que liberaron al pato de su encierro en una caja, en el caso del Real Valladolid, vinieron a ser los puntos logrados bajo el corsé de la versión más pragmática del equipo, esa que se expone cuando Manucho está en el campo.
Como los publicistas, a principios de temporada, Djukic sorprendió con una apuesta que parecía a largo plazo, pero que en un momento dado pasó de moda. Una vez dado a conocer, tocaba el más difícil todavía: asentarse en la categoría. Y, paso a paso, el objetivo se fue logrando, a la vez que Mixta distraía la atención con campañas protagonizadas por animales diferentes.
De la nada, de repente, apareció el cebraso. En el viral, la extraña voz en off del animal venía a decir que había decidido dar un vuelco a su vida porque había entendido que ya no estaba de moda, que no encajaba; y, aunque con otras palabras, que había apostado por la cebra por el glamour de las rayas y por pegaso por su condición de ser mitológico, sorpresa y mezcla que, a su manera, imitó el Real Valladolid.
Fue cebra por su camiseta. Pudo ser mito por su resistencia. Y sin duda alguna sorprendió, de nuevo, por su fútbol, del que se volverá a hablar tiempo después de que en el subconsciente de propios y extraños se instalase la idea de que los blanquivioletas fueron sorpresa al inicio y nada más, como si el ser pragmático le hubiese condenado al olvido de la crítica.
Aunque intermitente, Óscar volvió a ser decisivo. Suyo fue el primer gol, anotado a los ocho minutos, aunque bien se le podría anotar a un Ricardo Carvalho que demostró que ya no está pa’ estos trotes; aunque, bien visto, tampoco se puede cargar tintas contra el portugués, puesto que precisamente así, al trote -cochinero- jugó el Real Madrid la primera media hora.
Álvaro Rubio fue el metrónomo. Ebert y Omar intentaban hacer el equipo ancho y Guerra y Óscar entendían cuán profundos debían ser en cada momento, si debían tocar atrás o buscar remate arriba. Lo primero, principalmente, lo hacían con comodidad, en parte gracias a que los de Mourinho salieron con la misma somnolencia que el luso, pero entonces la defensa flojeó y el marcador dio un vuelco.

Un tanto de Marc Valiente en propia meta y otro de Cristiano Ronaldo en cinco minutos amenazaron con el típico toque a arrebato que comienza la carnicería, aunque esta vez no tocó. Más bien al contrario, aunque Jaime tuvo que emplearse a fondo en varias ocasiones, marraron todas sus oportunidades previas al descanso, mientras Javi Guerra volvía a romper corazones en forma de gol.
En la reanudación, en otro arreón, Kaká volvió a adelantar al Real Madrid y, de nuevo Cristiano, siempre sinónimo de fe, puso tierra de por medio en el marcador. Para entonces, el apático Mourinho había dado ya entrada a Xabi Alonso y Özil, quienes, sin cuajar un gran partido, cambiaron ligeramente la cara a su equipo, que pasó a dominar algo más el cuero.
Otra vez en el mismo punto. Otra vez con el miedo a la goleada. Pero esta vez no tocaba.
La leve mejoría en el juego local bastó para que sumasen los tres puntos, aunque el cebraso vendió cara su derrota, ya que Óscar pudo recortar distancias en dos francas ocasiones. Sin duda, habrían venido a premiar el buen fútbol de un Real Valladolid que acabó sin Rubio, lesionado, pero con la cara buena de Bueno sobre el campo. Y, bueno, cuando Bueno juega…

Total, que el Pucela dio un pasito adelante y pudo neutralizar la desventaja a fuerza de disfrutar, como Miroslav Djukic había reclamado y dijo que ocurriría entre semana, de ser ese Valladolid combinativo que tanto gusta y se gusta juegue donde juegue y contra quien lo haga.
Lo hizo como cebra, con esa camiseta a rayas negras y violetas en apoyo a la candidatura de Madrid de cara a los Juegos Olímpicos de 2020. Y como pegaso, por aquello de que pudo volar.
Por desgracia, no hubo tiempo para despegar, pero sí merecimiento. Sastre hizo el tercero, y hasta ahí.
Pero, al menos mientras rodó la pelotita, el Real Valladolid volvió a sorprender por agradable; a hacer disfrutar, aun en su inocente humildad. Pitado el final, ya Pepe se encargaría de ofrecer carnaza a la caverna mediática y contraprogramar con mierda la atención que el Pucela merecía. Pero eso ya es otra historia.


